10 April, 2023

Igual




no me hagas imaginarte

durmiendo en el techo de nuevo

cortando el tránsito con la mirada

enajenada de lo que sabías que era cierto

barajando las cartas de la vida y repartiendo

siempre igual de ocupada

siempre a punto de morir estresada

esta parte de mí es para mí, esta es tuya por el momento

y esta para el mundo que me obliga a sobrevivir

y yo que aprendí a olvidarme de todo, todavía me acuerdo

que no estábamos enamorados ni estábamos de acuerdo en eso

que dormíamos bien y nos despertábamos descansados y plenos

esa vez descubrí que vos eras lo más importante del mundo para tu vieja

ella estaba  lejos y no sabía cómo ayudarte

tampoco dejaba de intentarlo, y discutían por eso a cada rato

su mirada conmigo cambió el día que le contaste que estábamos juntos, además de ser amigos

como si yo tuviera el poder para hacerte algo malo

pobre, no te conocía realmente

señora, su hija cuando se pierde se pierde en serio

no le importa romper el corazón de nadie

de hecho, generalmente es lo que termina haciendo

nunca entendí por qué, pero bueno

qué más podíamos hacer si nada tenía sentido

si dejamos pasar la oportunidad de madurar

si decidimos no aprender el saludo mágico

y nos reímos del resto mientras pudimos

después yo me caí del mapa

y ayer cuando nos cruzamos

te pregunté cómo habías estado

vos dijiste: igual

como si no hubiera pasado el tiempo

porque nos conocimos de verdad y yo entendía

que igual no era algo bueno

ni normal, ni mucho menos

05 June, 2022

Melanesia


En el camino formado por el hábito, que cruzaba en diagonal por las cuadras vacías del barrio, llenas todavía de monte y de estepa, encontré a un alacrán peleando contra un hormiguero. La tierra arcillosa se había quebrado por la sequedad del verano, y bajo sus mosaicos existía un micromundo de insectos que buscaban refugio y humedad. El alacrán en realidad estaba muerto y las hormigas lo transportaban sin romperlo.

Iba prácticamente ciego para evitar el brillo del cielo. Tenía que hacer veinte cuadras hasta el almacén más cercano, diez de ida con el sol castigando y diez de vuelta con el suelo quemándome a través de las zapatillas. En el medio estaba el cruce de ruta, una encrucijada peligrosa por la que cada tanto alguien pasaba sin mirar y quedaba debajo de un camión.

Cuando entré al local una brisa fresca me hizo estornudar. "Para los que traen el virus hay un recargo", me saludó la chica en la caja, que escuchaba su lista de rock nacional mientras remarcaba precios y veía las horas pasar. Era la primera quincena de las vacaciones y la gente había dejado la ciudad.

Demoré entre las góndolas con el pretexto de leer las etiquetas mientras me recuperaba bajo el aire acondicionado, haciendo memoria de lo que iba a comprar. Necesitaba fruta para desayunar, pan y queso, limpiador para el suelo. Agregué un sifón de soda, a la que me estaba volviendo adicto, y una libreta para organizarme con las notas que venía escribiendo. Mi última publicación sobre la escalada de tensiones en Melanesia tenía cada vez más lecturas y quería aprovechar ese impulso para meter más variedad en los temas, romper con el reporte nuestro de cada día sobre robos violentos, fútbol inconsecuente y el aumento estimado de la inflación.

Llegué a la caja con las compras entre los brazos. A ella le causaba gracia que siempre me olvidara de traer mis bolsas. Las de nylon estaban prohibidas en el municipio, pero yo había pasado demasiado tiempo afuera como para recordalo. Se demoró en cobrar para charlar un poco, del tiempo o de cualquier otra cosa, como ya era nuestra costumbre. En realidad habían almacenes más cerca de casa, aunque en ninguno de los demás estaba ella.

Me daba cuenta que la tenía que invitar a tomar algo porque siempre que le pasaba el DNI con la tarjeta se quedaba mirando mi nombre o la foto carnet. El problema era que todos los rancios y los borracines se la encaraban día por medio, y ya había tenido problemas con el dueño por ese tema. Nunca entendí por qué le echaba la culpa a ella, pero tampoco me iba a meter para no traerle más problemas. La tensión entre nosotros, creía, era real; porque cuando la estás sintiendo significa que ya es mutua. Sino, dicen, automáticamente se convierte en incomodidad.

Ya me había preguntado con quién vivía, si salía los fines de semana, si tenía hijos o qué. Me había contado, sin que se lo preguntara, que ella tenía un bebé y se había separado al poco tiempo de ternerlo.

Yo pasaba una o dos veces a la semana, y nuestra charla era una acumulación hilada de los comentarios que intercambiábamos durante el año. Siempre nos acordábamos en dónde la habíamos dejado, lo que según un amigo al que le había hablado del tema no podía no ser un indicio. Esta vez comentábamos lo rápido que se nos había pasado el tiempo desde el verano anterior, casi volando. Ella se quejó del calor y yo le respondí que acá adentro estaba divino, logrando que se le escapara una risa boba.



Ni siquiera tuve la iniciativa de pedirle su teléfono. Después de un silencio más largo de lo que podíamos soportar, reuní mis compras entre los brazos y la saludé diciendo felices vacaciones. Quiso saber si me iba, y a dónde. Mentí que a la playa por un par de semanas, aunque mi plan era encerrarme a escribir y cuidarle los gatos al vecino. Le dije que nos veíamos a la vuelta, pero ella puso el índice sobre la balanza del mostrador, sentenciando:

-Yo no voy a estar acá para siempre.

El brazo que apoyaba en su cintura remarcaba su seriedad. Me explicó que solamente necesitaba ese trabajo hasta que pudiera entrar a hacer lo que había estudiado, a partir del próximo mes. Eso significaba que era la última oportunidad. Con la mirada me decía "dale pelotudo, algo, lo que sea", pero sentí que también había un no escondido en el fondo de esa mirada. Eran ojos como nunca los había visto, con una expresión caleidoscópica que concentraba expectativas, frustración, y las explicaciones que no me podía ofrecer porque no nos conocíamos realmente.

"Buena suerte", la saludé, y salí a la calle sofocante. Un par de adolescentes que fumaban marihuana encerrados en un auto abandonado me estudiaron todo el trayecto. Escuchaban algo que parecía ser freestyle; el humo los envolvía y no alcanzaba a darme cuenta si se iban a bajar para robarme, o si tenían miedo de que los quisiera mandar al frente. Tampoco importaba. Solamente podía pensar en volver, con el pretexto de haberme olvidado algo, pero las piernas no me obedecieron. El cuerpo automatizado siguió por el camino de la costumbre, como hechizado por el sol.

Un perro con la lengua al ras del suelo se acercó para olfatearme, intrigado por el olor a comida en mi ropa. Las compras empezaban a pesarme y una gota de transpiración salada rodó por mi ceja, pero volví a encontrarme con el hormiguero, y sentí que necesitaba mirarlo con más detenimiento.

Era la cáscara vacía de un escorpión hueco, la muda de piel que los alacranes cambian para crecer durante su etapa de latencia. Una pieza perfecta, observé mientras la removía con un palito, que conservaba intacta la sección superior. Eran animales nacidos para sufrir. Al despertar de ese sueño ya serían adultos y deberían salir al mundo con la urgencia de reproducirse. Su existencia completa podría ser una tortura pero no tenían forma de saberlo; el viento del verano los orientaba, les indicaba hacia dónde tenían que ir, y eso era la vida para ellos.

27 September, 2021

Por cosas como esa

Alguien me dijo una vez que elegimos las historias que tenemos, pero eso no explica por qué me acuerdo de tantos asuntos ajenos que me obligan a escribir a cualquier hora de la noche; cosas que ni siquiera entiendo para qué me contaron, llenas de detalles, generalmente inventados. Todo se sostiene por tres o cuatro imágenes, como un cuento sin texto en el que cada página es un dibujo. Y lo veo a él, llorando en la escalera del edificio, mientras ella le patea la espalda para que avance, bajando por la oscuridad del pasillo.

Un auto que se da vuelta como una tostada, mamá y la hermana van del lado desafortunado, él tiene ahí doce años. No hay nada que hacerle, pero después la convivencia con su padre es una mierda porque están todo el tiempo encerrados en una casa vacía. La gente que lo comprende le tiene pena y los que no se dan cuenta le dan ganas de romperles la cabeza contra la vereda. En el club lo único que le piden es saltar más alto, hasta tocar el tablero. En el colegio están los pibes y en el baño los puchos. Al principio alcanzaba con eso.

Un día apareció Florencia, que era buena mina pero muy pelotuda y le hablaba como si algún día se fueran a casar, o como si ya estuvieran casados. Después estaba esa chica que encontró sola en un bar y supo que tenía que acercarse a hablarle. En el último año todavía no entendía si le gustaban las chicas en pareja o cagarse a trompadas con sus novios, así que terminó decidiéndose por tomar falopa. El dinero no era un problema: estaba lo del seguro de vida.

El curso de ingreso en ingeniería había sido un descontrol. Para el final de segundo año ya no quedaban mujeres en la carrera, y las que estaban tenían barba. El fútbol no tiraba nada, la cerveza artesanal no lo convocaba, al cine ya no iba; eso fue lo que le contó cuando se conocieron, o eso es lo que ella me contó sobre cómo había empezado su relación anterior.

Ella usaba la pollera azul lisa, su camisa transparente, cancanes y borcegos; él era un rockero que llegaba tarde a la facultad y con olor a escabio. Le dijo a sus amigos que algún día se iba a poner de novio con ella. Las chicas fueron corriendo a contarle, ella con su frialdad de mantis religiosa y él que todas las clases de dibujo intentaba sentarse al lado suyo. Eran otras épocas. Por supuesto, ella no le dirigía la palabra; pero el chabón persistía, sin hablarle porque no era necesario, después de un tiempo ya sin mediar el saludo.

Trato de imaginarlo pero no puedo, alguien tan descarado y al mismo tiempo discreto, encantador a los ojos de sus amigas, insistiendo en silencio durante meses, obviamente acostándose con otras mientras tanto pero firme cada semana junto a su tablero de dibujo técnico. Sin hacer chistes ni pidiéndole un lápiz prestado: los dos en silencio, esforzándose para concentrarse bajo ese perfume sin aroma que es la joven adultez de veinte años.

Es un hechizo poderoso saber que le gustás a alguien. Ese qué se yo de misterio y dinamita en su actitud tenía el atractivo de la confianza desmedida, que muy seguido identifica a los psicópatas carismáticos. A mí jamás se me hubiera ocurrido ser tan jugador. Lo mío había sido el colmo de lo sencillo, hacerla reir en el pasillo de un bar, darnos unos besos y contarle algo interesante para que se acordara de mí cuando se le pase la resaca. Pero él lo intentó de frente, en el cumpleaños de alguien, sin conversar demasiado.

 


Los primeros meses fueron la alegría de la vida. Parece que el tipo tenía un miembro de otro planeta, aunque al tiempo la emoción se le pasó porque, según sus palabras, con esa tarasca de caballo no podían hacer nada. La frustración aumentaba y la convivencia se hacía pesada. Él no cocinaba, apenas limpiaba, y ella se encargaba de todo porque compartían un departamento sin haberlo convenido antes. Además él tenía grandes problemas de celos, y cuando no conseguía anotarse en sus horarios se le metía en el aula para pasar el rato.

La pala que corría como una liebre y los pibes que se pasaban semanas completas dibujando todo a último momento, cuando se acercaban las fechas de entrega. Ella mandándose a mudar largas temporadas, porque no se lo aguantaba cuando estaba con los amigos. Y la tiza siempre a la vista, como si fuera un centro de mesa. Por cosas como esa nunca quiso presentárselo a sus padres. Ella en cambio sí conocía al papá de él, que la incomodaba preguntándole qué tiene mi hijo para merecer a una chica como vos, incapaz de darse cuenta que ya empezaba a hacerse la misma pregunta.

¿Por qué estaba contando esto? Ah, sí, la ruptura. Una cosa amarga. Mugre por toda la casa, él que no es capaz de entender una indirecta y ella que harta, equivocada, le grita yo no puedo llenar el lugar de Tamara. Ahí se va todo a la mierda, porque él en vez de contestar hace estallar la botella contra la heladera, manotea las llaves de la mesa, pega un portazo y sale para el ascensor. Gritar en el pasillo, dejar el departamento abierto, nada les importa. Era uno de esos vínculos que denominan tóxicos, pero que en realidad son simbióticos. Ella le grita pegame, pegame, nadie entiende por qué; él la mira rabioso, atravesándola con la mirada, pero al final no pasa nada.

Al final se corta la luz. Ninguno pronuncia palabra durante varios minutos. De a poco y mal vuelven a hablarse, porque tienen que hacer fuerza para abrir la puerta del ascensor, atascado entre dos niveles. Maniobras para salir, vos primero, no, vos, y así; empiezan a reírse, reptan hacia un pasillo que, como no hay electricidad y ninguno tiene su celular, no pueden saber en qué piso está. Él que la abraza, bajo el resplandor de la salida de emergencia, pero en lugar de besarla se larga a llorar y recién ahí ella comprende que eso fue todo. Él que le ruega, prometiendo cambiar, algo que nadie le había pedido.

Lo que sí le pide, ya que no la deja irse, son las llaves del edificio; y como tampoco se las quiere entregar ella empieza a enojarse. En la última escena los dos van bajando por la escalera, a ciegas, y a veces él frena para sentarse, llorar con las manos en la cara, pedirle que no se vaya, amenazando con suicidarse. Ella, reacción curiosa, lo patea en la espalda como si realmente fueran hermanos. Admite que en el fondo, en el momento, le parece entretenido. Yo la escucho y me doy cuenta que está loca, que demoré demasiado en percibirlo; porque lo relata como si fuera algo normal que no le pasó hace un año sino en otra vida y eso, por algún motivo, se me hace lo más triste de todo.

26 March, 2021

Secuencia



    Llego a la esquina, busco para estacionar del otro lado porque hay una banda escabiando en la vereda y después resulta que es culpa mía si les pinta hacer una locura. No me gusta flashar Esteban Etcheverría, pero es lo que termina pasando. Freno detrás de una casa rodante con un stencil que dice "No las hemos [silueta de las islas] de olvidar". En el barrio hay cada vez más casas rodantes, porque hay cada vez más personas y el espacio sigue siendo el mismo. Nadie pareciera darse cuenta, y si se dan cuenta estarían eligiendo no hablar del tema. En la puerta del mercadito hay dos canas. Antes los pasaba de largo como si fueran fantasmas pero desde que maduré aprendí que conviene saludarlos. Elijo verduras de los cajones de afuera, que son los que están en oferta. La banda mira y me relojea, tirando un par de bolazos. Serán unos veinte; como no les doy pelota, vuelven a sus asuntos.
    Consigo lo que necesitaba y me pongo en la fila, detrás de un tipo bastante regular y una vieja que no usa tapabocas. La banda se desconoce y arranca a las trompadas. Desde adentro los observamos a través de la vidriera, como si fuera un show de títeres. Algunos que están en la puerta comentan entretenidos mientras los demás nos quedamos esperando hasta que nos atiendan. Cuando llego al frente, la chica me dice que el precio es por kilo y que tengo que completar sí o sí una cantidad redonda; que sinó no me puede cobrar. Piña va, piña viene. Me quedo pensando cómo puede ser que no quiera cobrarme si tiene una balanza digital, pero igualmente no le hago el planteo porque son dos kilos por cien pesos y ya no se consigue comida a ese precio. Completo la bolsa, vuelvo para la caja. Empiezo a dudar si conviene dejar o llevar el paquete de yerba, pero cuando estoy en el mostrador la cajera observa perdidamente como a través de mí, y dice:
    -Tiene un arma.

 



    En vez de girar hacia la puerta levanto la vista, para ver lo que ella está viendo, que es el monitor de las cámaras de seguridad. Un chabón revolea como un poncho lo que claramente es un calibre 38, que estalla en un único disparo sucio y profundo. Salto detrás de la góndola como si fuera una trinchera, impresionado por la indiferencia del resto de los clientes, que permanece en la fila. Como no puedo saber si están desinteresados o acostumbrados, o en pánico, grito desde el suelo "Qué onda loco, ¿soy el único que se asusta?", pero tampoco responden. Eso me molesta más que toda la secuencia. Aparece la dueña para gritarle a la cajera que llame a la policía; ella le responde que la policía salió corriendo en la dirección contraria y la dueña insulta en todas direcciones exclamando que les paga para que estén en la esquina, llamando frenéticamente al nueve once y puteando todavía más porque nadie la atiende. Luego baja alguien desde el primer piso para avisar que al de la pistola ya le cayeron encima dos patrulleros, una camioneta, varias motos, una serie de policías a pié, etc. La dueña saca la cabeza por la ventana para corroborarlo, sin dejar de insultar. Pago lo mío y arranco. En el aire había quedado suspendida una nube de pólvora, como la que se podía sentir en diciembre cuando todavía tirábamos pirotecnia.
    Sonrío, aunque tiemblo por dentro. Sería demasiado conveniente que mi naturaleza pudiera ignorar la adrenalina y la molestia del aturdimiento en mis oídos. Fueron demasiadas oportunidades en las que me tocó mantener la sangre fría, para correr o para pelear. Se activan en mí los antiguos miedos. Todas las veces era mi culpa, por andar donde no se debe. Así me lo daban a entender los demás. Unos lamentándose porque no existía la pena de muerte, los otros divagando en un eterno es más complicado. Consigo respirar, y el peso que me oprime los pulmones desaparece lentamente. Hago una nueva anotación en mi libreta imaginaria: "al día de la fecha, nadie consiguió nada de mí por las malas".

25 November, 2020

Nunca fui muy de escuchar los Smiths


    Siempre que alguien habla de Lincoln me acuerdo de Anto. Me pregunto cómo le estará yendo, y si habrá encontrado la manera de ser feliz. Nunca me animé a contarle que era una de mis personas favoritas en el mundo. Antes de conocerla y descubrir que había nacido con el corazón de una paloma la veía pasar por los pasillos de la facultad, brillando con la autosuficiencia de una estrella de rock. Colgaba mirándola en los teóricos, cuando se encorvaba para dibujar y las vértebras le asomaban por la espalda como si fuera anoréxica.
    Eso sí se lo dije una vez. Estábamos tirados en la cama y quiso saber en qué momento había empezado a gustarme. Le conté lo de sus vértebras, sin darme cuenta que no sería algo que ella quisiera escuchar, pero Anto era diferente y no se dejaba afectar por los comentarios. Una vida como hermana del medio, entre un varón más grande con tendencias fascistas y un par de mellizas más chicas con complejo de barbie, le había extirpado la sensibilidad necesaria para ofenderse por un comentario. Esa desconexión del mundo la cubría como un halo de misterio.
    Una noche que estaba en el cine la encontré apoyada contra una columna, prendiendo un cigarrillo cual malevo de tango. Le dije a los chicos que algún día iba a salir con ella, aunque estábamos lejos y nunca supieron de quién les hablaba. Otro día la encontré saliendo de rendir un examen y me acerqué a preguntarle cómo le había ido, aunque ni siquiera estaba anotado en esa materia. Investigué su nombre con una amiga que al menos la ubicaba y empecé a saludarla cuando nos cruzábamos por los pasillos. Un día  me animé y la invité a tomar algo.
    Le dije de caer a un bar de cerveza artesanal que estaba en el centro, una casa antigua que los hipsters habían reciclado con la doble virtud de ser barato y estar siempre vacío, tal vez porque la gente no se daba cuenta de que era un bar. Llegué demasiado temprano, es decir puntual, pero cuando estaba empezando a creer que me había plantado ella entró buscándome con la mirada.
    Cayó vestida exactamente igual que siempre, igual que cuando iba a la facu, igual que en la puerta del cine, con las mismas zapatillas. Me explicó que recién salía del laburo, que no había cenado y que si la disculpaba por pedirse algo para comer. Hablaba con su voz suave pero grave, con la familiaridad que se tienen los amigos, y yo sentí el dolor del flechazo en mi corazón. La escuché contarme acerca del local de ropa, y de una pelea entre proxenetas y travestis ahí en la puerta del negocio, mientras su jefa le prohibía llamar a la policía.



    Después de unas porciones de fainá y varios cuencos de maní pedimos una última pinta para compartir. Habían puesto un disco de los Smiths, seguramente porque vieron el parche en su campera, pero ahora no recuerdo cuál porque nunca fui muy de escuchar los Smiths. En un momento que salió a la vereda para fumar la acompañé y nos terminamos besando. Después caminamos hasta mi casa, charlando acerca de las pocas cosas que teníamos en común.
    En el camino me preguntó si podía usar la ducha cuando nos levantáramos, dando a entender que se estaba quedando a dormir. Eso me pareció maravilloso. Cuando clareó empezaron a cantar los pájaros y fue imposible descansar; antes del mediodía se largó a llover y no daba echarla bajo la lluvia, así que preparé algo para comer. La comida nos hizo dormir una siesta y cuando nos levantamos ya era de noche otra vez. Tomamos unos mates y en seguida se hizo la hora de la cena. Como no le pedí que se fuera ni a ella se le ocurrió, volvimos a dormir juntos.
    Pero esta tercera vez consecutiva ya no fue tan agradable porque el olor a jabón neutro de su piel, que ahora recuerdo tan agradable, había empezado a saturarme y necesitaba saber qué le pasaba. A mitad de la noche le pregunté si estaba todo bien en su casa. Respondió que acababa de cortar una relación de un par de años, la primera que había tenido en su vida. Sus palabras decían que estaba segura de no volver, pero su voz lo ponía en duda. Y el halo de misterio que la envolvía se convirtió en una película de autismo, un síntoma del aturdimiento permanente en el que vivía. Cuando le pregunté si tal vez era muy temprano para estar con alguien, es decir conmigo, ella levantó los hombros en gesto de no sé y respondió que yo la había invitado.
    Todo esto ocurrió en la ciudad de La Plata, donde las avenidas se cruzan con diagonales formando asteriscos de seis esquinas. Uno siempre intenta cruzarlas por el centro, e invariablemente queda atascado en el tráfico. La cara de desorientada que puso al decirme que yo la había invitado era la misma de la gente atrapada en esos asteriscos.
   Volvimos a vernos un par de veces, y después ya no; aunque muy seguido me despertaba sus llamadas perdidas. Le escribía para confirmar que estaba bien, siempre me respondía que sí, pidiendo disculpas, y a la semana lo hacía de nuevo. Dejé de responderle y entonces dejó de llamar. Después pasaron los años así que no tengo manera de saber si se acuerda de mí. En realidad, me gusta pensar que no me recuerda. Yo solamente recuerdo que sabía manejar la intensidad de su calidez para no quemarte, como si fuera la luz del sol en otoño.

10 February, 2020

Los masones ésto y lo otro

    Por esa época nos juntábamos muy seguido a tomar una botella de vino bajo algún farol quemado de la plaza, que nos daba el toque justo de juventud descarriada. Tini evocaba esos días con la melancolía tanguera que le perdonamos a los amigos que viven en el extranjero, sufriendo a cada rato por el mate, las milanesas, etc. Idealizaba los años que compartimos en la residencia y retomaba las antiguas charlas de plaza con intención forzada.
    En su jerga los burócratas eran masones, no tengo idea por qué pero creía entenderle. Los masones ésto y lo otro, decía, o: el problema de nuestra sociedad es que hay demasiados masones. Hablaba de los funcionarios y los políticos, pero también de los veterinarios y los arquitectos; prácticamente todos caían para él en la clasificación de panchos de alma. Yo interpretaba su monólogo como una crítica libertaria hacia nuestra sociedad de consumo, hacia la norma colectiva que nos impone convertirnos en herramientas del sistema o en su ganado, y asentía.
     Tampoco hay que engañarse; el Palto no era ningún espartaco sino que le molestaba tener que pagar los impuestos que compicaban su minúsculo lavado de dinero. Era infrecuente, pero lo hacía: compraba instrumentos de música en internet y los revendía por monedas entre sus conocidos. Luego cambiaba los pesos con algún arbolito del centro, siempre diferente, y reservaba una cantidad para gastos personales. Todo lo demás se convertía en dólares que escondía en el patio de alguna casa de confianza, porque al parecer los que andan en la movida tienen complejo de Pablo Escobar.



    Él me insistía que ese había sido el problema de fondo con el narcotráfico. Promediando los años ‘80 el cartel de Medellín había sepultado la moneda de los gringos por toda Colombia, alcanzando un abrumador 10% del metálico en circulación. La reserva federal se había visto en la obligación de imprimir más billetes, porque uno de cada diez dólares estaba enterrado en Colombia; y recién entonces, porque nada les molesta tanto como admitir que la mano invisible del mercado es un cuento, los yankees habían tomado la determinación de caerle encima al patrón.
    Pero aquel dinero nunca terminó de recuperarse y eso, según Tini, demostraba la eficiencia de los pozos: una técnica legada por los piratas. Rollos de cien, envueltos en sucesivos preservativos como mamushkas, bien asegurados en los bolsillos de la pacha. El asunto estaba en que no siempre se podía llevar el registro de dónde quedaba cuánta plata, amnesia canábica mediante, o podía ocurrir que el dueño de casa se volviera cocainómano y entonces había que salir volando a rescatarla porque dicen que la falopa es al dinero como el azúcar para las caries.
    Lo peor era que los tipos siempre estaban muy agradecidos de que les quitaran la guita de su alcance: no es la persona, comentaban todos, porque era un problema habitual y también existía camaradería entre ellos. No es por la plata, se excusaban cuando pasaban a buscarla, dando a entender que preferían resguardar la amistad. Y a la luz de la experiencia, todos consentían que era lo más indicado.

08 July, 2019

Me hace mal

Cruzamos miradas y ninguno amagó a saludar. El instinto me pedía que siguiera caminando y le pasara por el frente, solo para ver qué hacía. Resultó más fácil de hacer que de imaginar, aunque diez pasos adelante me dí cuenta que venía conteniendo la respiración desde el momento que nuestros hombros se tocaron. Adentro parecía que el sonidista se había emocionado con la máquina de humo, pero no había máquina de humo.
Hice fila en la barra para dejar mi campera. No la traía como abrigo sino para guardar el teléfono, las llaves y la billetera. Necesitaba los bolsillos disponibles para meter las manos, porque encerrarme en el celular para distraer a mi ansiedad social era una pulsión tan fuerte que no guardarlo era lo mismo que no salir.
Una chica me gritó mi nombre en el oído, clavándome unos dedos como garras en el brazo. Era Victoria, a la que no veía desde el colegio.
-Estás igual.
-Gracias.
-Ay, forro, ¿no me vas a decir que yo también?
Acercaba la cara en puntas de pié para escucharnos por encima del sonido. Estaba borracha, pero su aliento era bastante agradable. En realidad solamente habíamos sido compañeros de escuela, y en estos años hasta me había olvidado de su existencia. Ahora tenía el pelo azul, verde y violeta.
-No -sonreí-. Vos parecés más joven.
Me abrazó con todo el cuerpo, casi para taclearme. Charlamos un rato en el que le entendía la mitad de lo que decía y después me preguntó qué andaba haciendo, sin precisar si hablaba de esa noche o de mi vida en general. Le contesté que no sabía, lo que se aplicaba en ambos casos, y me hizo seguirla de la mano para pasar entre la multitud de la pista. Parecíamos una parejita que buscaba un lugar para besarse. Cuando llegamos al patio señaló en tal dirección diciendo que quería presentarme a sus amigas.



Sus amigas eran una flaca y dos chabones con pinta de hipsters que se apiñaban sobre un banco de cemento. Me saludaron mencionando sus nombres y ofreciendo los nudillos en un desinteresado choque de puños, excepto uno de los chicos que se encorvaba sobre sus rodillas picando faso. Victoria barrió el suelo con la zapatilla para sentarse frente al grupo, y la imité.
Me presentó como a su compañero de pupitre en el primario, algo que no recordaba, y habló de un viaje a Mar del Plata que habíamos hecho para las olimpiadas de matemática. Yo había estado en las olimpiadas pero no en ese viaje, aunque evité corregirla. La otra chica, que se llamaba Cami o Mica, no sabía lo que eran y en lugar de explicarle inventaron una competición en la que tenías que resolver ecuaciones mientras corrías y saltabas por una pista. Se lo estaba creyendo hasta que alguien inventó que el árbitro te podía pegar con ese transportador gigante que se usaba en el pizarrón.
Por la forma en la que se reían era evidente que habían tomado éxtasis o algo así. Después sus amigos se pusieron a hacerse cosquillas y empujarse para tirar al otro del asiento. Entonces me preguntó: Bueno, ¿vos qué onda?. Los ojos le brillaban y realmente parecía más joven que cuando éramos chicos, o tal vez más infantil.
-Eso, loco -se metió uno de los chicos, con el atrevimiento que le causa gracia a los frikies-, ¿qué onda con vos?
-¿Qué onda con qué?
"Con la vida", completó Victoria. Les dije que no sabía por dónde empezar. "Contá en qué andás, qué estuviste haciendo, no sé. ¿Estás enamorado?". Amagué a responder, pero en lugar de hacerlo bajé la mirada.
-Creo que sí.
-Uy, te está re dejando una mina.
-No.
-¿Un chabón? -arriesgó la otra chica.
-Peor.
-Te estás comiendo a la novia de tu amigo.
"Tampoco es tan malo", aclaré, "me gusta una persona con la que no pasa nada". Lo había resumido bien, aunque dicho de esa manera quedaba poco claro. Quisieron saber hasta qué punto no pasaba nada, y cuando les expliqué que ni siquiera sabía su nombre perdieron el interés. Los chicos habían encendido el faso y ya tenían su propia conversación.
-Entonces estás manijeando -concluyó Victoria.
-Básicamente.
-¿Y de dónde la sacaste? -preguntó Cami o Mica.
-Nos cruzamos hace un par de meses en la movilización contra el desalojo de un centro cultural y noté que me estaba mirando. Después me dí cuenta que debe ser del barrio porque la volví a encontrar un montón de veces, en la fila del chino o arriba del colectivo. Al principio creí que me conocía, pero ahora estoy seguro que no. Y cada vez que pienso en acercarme a saludarla me pasa lo mismo, termino pensando que estoy flashando y sigo de largo.
Se miraron entre sí y Victoria soltó:
-Estás hasta las manos.
-Mal -apoyaba su amiga-, tenés que invitarla a salir.
-No la conozco.
-No importa, si te estaba mirando ya fue. La próxima vez tenés que ir y decirle "hola, me gustás, vayamos a tomar una birra".
-¿Así nomás?
-Sí, pelotudo -decía Victoria-, así nomás. Bueno, perdón por lo de pelotudo. Pero le tenés que hablar, no seas marica.
Me sentía un poco fuera de estado para tirarme a la pileta de esa manera. En otra época hubiera demorado cinco minutos en ir a hablarle y despejar la incógnita, pero ahora se me hacía cuesta arriba. Pensé en Victoria, que todavía no agotaba la energía de su adolescencia.
Cambié el eje de la charla preguntando qué harían ellas en lugar de la chica, con una invitación tan jugada. La respuesta siempre era depende, y con su amiga decían depende, jugando con las posibilidades de una situación tan hipotética. Al rato empezaron a dudar de la estrategia.
-Bueno, igual es lindo -me dijo.
-¿El qué?
-Estar enamorado, sentir algo, no sé. Eso que pasa a veces. Está Bueno.
-No te creas.
-Encima es como en esa teoría que dice que los que están enamorados siempre se encuentran por coincidencia -agregó la amiga.
-¿Cuál teoría?
-Esa, que cuando dos personas están enamoradas, es más probable que se encuentren por casualidad. Está científicamente comprobado.
-Igual no sé si estoy enamorado.
-Pero sí, chabón. No lo controlás, es una cosa química, eso de las maripositas en la panza y qué se yo. ¿Sentiste maripositas cuando se vieron?
-Sentí una pelea de gatos.
-De una, es re especial eso.
-Me hace mal.
Esta chica que se llamaba Cami o Mica sacó del bolsillo de su tapado una petaca metálica para ofrecerme. La giró por el lado de los chicos, que se cobraron un peaje, y yo también le di un trago.
-¿Qué están tomando, colonia pibes?
Me preocupaba que todo les causara tanta gracia. Cuando terminó de reírse, Cami o Mica me explicó que era caña de durazno. Compraban algún escabio horrible para que les rindiera toda la noche, porque de otra manera se ponían muy en pedo o terminaban discutiendo por plata, o las dos cosas.
Después colgué mirando la noche. La afinidad entre las personas había sido un misterio desde el origen de los tiempos, y por eso todavía existían los horóscopos y las agrupaciones políticas. Tal vez en el futuro alguien diera con la solución, para liberarnos entre otras cosas de tantas supersticiones con las que nos mateníamos distantes.
Tuvimos que levantarnos porque alguien a nuestra espalda dejó caer una cerveza que se hizo astillas por el suelo. Ya había pasado la última banda, y el patio estaba cada vez más atestado de gente buscando aire limpio. Victoria entonces pasó a sentarse sobre las rodillas de su amiga, y yo me quedé parado en frente de ellas. Era el único que no revisaba el celular, porque no lo traía conmigo.
-A mí me parece que deberías hablarle. Aunque no pase nada, al menos te fijás si después de eso te sigue saludando.
-Y si llega a pasar algo -agregó Cami o Mica, sin desatender su teléfono-, le sacás una foto para ver si la conocemos.
Victoria estuvo de acuerdo. No se me había ocurrido preguntar si alguien la conocía. "Es la que está allá, entre la pared y la palmera", comenté, señalando con la cabeza. Giraron el cuello sin discreción.
-¿Cual -preguntó la amiga-, la que se parece a Sabrina la bruja adolescente?
-La otra.
-¿La que está charlando con el chabón que está re bueno?
-Esa.
Las chicas dijeron uhh y de nuevo cambiaron la conversación. Estábamos demasiado lejos como para que se escuchara, pero cuando señalé en su dirección se giró como si entendiera que hablaba de ella. Al hacer contacto visual volví a sentir esa fiebre tropical escalando por la espalda, fría y caliente, que invadía el aire con una fosforescencia anaranjada y que desaparecía con la misma intensidad cuando nuestras miradas se desencontraban.