Desvió
la mirada y permaneció en silencio. Escuchaba su corazón por
encima de la música del bar. Estiró el brazo sobre el sillón
para rodearla por detrás de los hombros, ella lo miró, y fue ahí cuando se
besaron por primera vez.
Después
de algún tiempo juntos, la nostalgia comenzó a fagocitarla. Los
intentos de conversar fracasaban. Cada vez más seguido, hablaba de
extrañar, de haber perdido aquello con lo que había llegado. Dice
el Tao Te Ching: “irse
es la vida, volver es la muerte”.
Él intentó explicárselo, le dijo que volver a su pueblo, con sus
viejos, no era la solución. Que podía hacerlo, pero que cada uno
tiene que encontrar su propio camino, y que responder a la necesidad
de los demás, por mucho afecto que les tengamos, no garantiza la
felicidad propia. También le dijo otras cosas, pero nunca supo si las
había escuchado.
Transcurrido
cierto tiempo, terminó por aceptar que quizás lo que ella necesitaba realmente era regresar. Quizás (pensó) le faltaba
recuperar la sensación de su adolescencia, caminar por la vereda del
colegio: cerrar las heridas. No lo sabía. Tampoco supo cómo tuvo la
fuerza para ayudarla a empacar, para acompañarla hasta la estación y
saludarla con un beso.