01 December, 2014

Algo para quemar



Yo no debería estar en la calle. A veces creo que lo mejor sería internarme. No es que me sienta particularmente peligroso para mí o para el resto (o capaz que sí), sino que me preocupa esa convicción de estar viviendo lo último de cordura que me queda. De sentir algo vivo adentro.
Desde que tengo memoria fui consciente de ese límite, esa constante a la que han llamado el borde del vaso, y supe reconocerme y medirme en su distancia. Ahora esa presencia habita mi cuerpo, y a medida que la espera se acorta, puedo escuchar (y entender) a las voces. Y de alguna forma, está todo más claro. Pero no soy una bomba de tiempo.

Es algo que podría haberme sacado cualquier médico. No quise, no lo quise. Tuve pánico a que me intervinieran. Preferí esconderlo todo antes que mirar cómo me cambiaban, mientras mis ojos deambulaban por el mundo buscando algo para quemar. Sonreía, mientras tanto, y respondía siempre que sí. Aguanté la respiración lo suficiente, y superé los exámenes de aptitud (o mediocridad) necesarios para no levantar sospechas. Pero no era una bomba de tiempo. Era, más bien, como el furor constante de un fuego blanco sin llama; una radiación antinatural, que lastima lo que toca sin dar ningún calor.
Abandoné la cordura de joven, como quien pierde la fe. Desde entonces, fingí sostenerme en un punto medio. Ahora mi hipocresía cuelga de un hilito, y no me da miedo; lo que me preocupa es saber lo poco que hace falta para que un hombre se rinda ante alguna de las muchas formas de locura que lo acechan.
Habito con un pié en la tierra de los enfermos; la locura tiene lo irreversible de la muerte, y eso lo sabemos todos. Pero tampoco abandono (o resigno) esta vida que conozco, las convenciones sociales. Acá nunca tuve lugar, allá me están esperando. Y todos los días que pasan, resisto con más o menos esfuerzo (con más o menos ayuda) la tentación a ceder por sentir que lo único que me retiene es la cobardía.