14 February, 2018

Le dije que vivíamos como reyes

 Con calor, mientras los pájaros cantaban, pegados a las sábanas, con la ventana abierta y las cortinas bailando, la luz que se reflejaba contra los edificios blancos filtrándose dentro del cuarto, en el silencio de febrero; yo la miré y le dije que vivíamos como reyes. Quise decirle que éramos los privilegiados de nuestra época, que solamente nosotros podíamos disfrutar de una tarde muerta con tanta tranquilidad. La gente de más y menos edad, de más y menos dinero, con personas a su cuidado o sin nadie para compartir la vida, ya no podía sentir eso que estábamos sintiendo; o mejor dicho, aceptar lo que estábamos recibiendo.
 Solamente nosotros ostentábamos el beneficio. Teníamos frutas de todas las naciones, en una heladera que medio siglo antes apenas estaba al alcance de la aristocracia, y derrochábamos la libertad por la que tanto se había matado y muerto en la Historia de la humanidad. La malgastábamos, así tirados en silencio, con los ojos abiertos, a distancia por el calor pero juntos en la respiración, que seguía acompasada. Ella me miró sin decir nada, tal vez no me entendiera, porque un comentario como ese solo puede causarnos culpa.
 No estábamos entrenados para disfrutar de la realidad, y sentirnos culpables era parte de nuestra herencia. La clase alta, con las manos manchadas de sangre, ahuyentaba los remordimientos de su reposo con vicios y lujos desmedidos, como amuletos brillantes contra la reflexión de su propia imagen. Para nuestros abuelos el reposo había sido algo directamente inmoral. La gente, cuando no estaba trabajando, se envilecía; eso dictaba la norma, y una señal de buena educación dentro de nuestras familias había sido siempre esconder o disimular el placer de no estar haciendo nada. Sencillamente tirados en la cama, juntos pero separados, y alegres.
 Elaboré mi idea. Le señalé los libros sobre la mesa y le pregunté cuántas personas los tenían a su alcance: textos para interpretar y entender lo que decían las noticias, novelas para pensar en la naturaleza humana, poemas y diccionarios. La envidia de cualquier sabio clásico. El ventilador, otro milagro moderno. La ropa en los armarios, a nuestro gusto personal y selección. Y mirá dónde estamos (alcé las manos). Cerca del centro, contestó. No, estamos acá tirados; lejos de donde caen las bombas. No estamos ni en la cancha, ni en la iglesia, ni haciendo el trabajo barrial para un partido que a la hora de las elecciones manda de candidato a sus peores fariseos. Lejos de las obligaciones, las conspiraciones, las tribus urbanas y las apps de citas. Estamos como queremos, le dije, y si hacemos silencio no va a venir nadie a molestarnos.
 Volvió a mirar hacia el techo, entrecruzando los dedos, preocupada por mi alma de hereje. No quería ser la que se encargara de explicarme que lo nuestro era una mentira. Yo entendía eso, decirlo en voz alta hubiera sido una hostilidad inmerecida, pero sabía perfectamente que lo nuestro no era sustentable a largo plazo. Solo intentaba resaltar, liberándome de lo que significaba, toda la riqueza del momento; como suspendidos en una hamaca paraguaya o dormidos en una canoa que bajaba por el río. Sin nada que hiciera falta; y le dije que sentirse así era el objetivo de la vida.
 Me conocía a morir, y tal vez la sonrisa con la que clausuró el diálogo fuera un acto de compasión. Ella, que decía no tener ambición. Que se sublevaba con mi ausencia de carácter y mi fragilidad, pero que después confesaba admirarme. Conservo ese recuerdo adentro de un diamante, y nada tiene permiso para ensuciarlo. Llevo esa sensación sobre el pecho como quien lleva un rosario, porque me recuerda que fuimos felices y que, llegado el momento, vamos a volver a sentirnos llenos.