Cuando pasé al comedor, la risa de
los tipos tirados en el sillón se interrumpió para ver quién
entraba. Con las piernas sobre la mesita, los dos novios de las
amigas esperaban la comida fumando y viendo
la tele. El de la morocha
era un tarado competitivo, compulsivo de la actualidad futbolística
y pichón de abogado; el de la rubia era un tarado inescrupuloso que
jugaba a militar en una agrupación oficialista, un tarado
obsecuente, perfecto para
su época.
El tercero, que completaba las
juntadas de pareja, era yo: un tarado amargado y
en vías de enloquecer. Un
tarado anacrónico, poco útil para las reuniones. El desinterés era mutuo, el saludo correcto y la charla normal, con
los tiempos apropiados y los chistes de
rigor.
Atrás en la cocina estaba ella.
Arremangada, con salsa en la punta de los dedos, apoyada contra la
heladera, riéndose de forma translúcida: con la inocencia que
me enamoró la primera vez
que conversamos sentados en un colectivo de línea.
Había tomado un poco, se le notaba en los ojos y las mejillas. Pero
poco, el calor del horno seguramente ayudaba a que se le subiera
rápido.
En
realidad siempre
se le sube rápido.
Me dio un beso profundo,
levantándose en puntas de pié, reclinándose contra mi
cuerpo. Ella
es otra cuando
está con sus amigas. Puedo aceptarlo, pero realmente no se qué
hacer en esas
ocasiones.
Me siento como si mi auto se hubiera roto en medio de un
embotellamiento. La multitud me odia.
La situación es como un gato en
una bolsa: yo soy la bolsa.
Compartí un poco de sillón y una
charla con los novios. Sin conocerlos, sabía cuáles eran sus frustraciones y sus mezquindades, porque las chicas eran incapaces de guardarse nada. Ellos por supuesto también conocían las mías. Pero me intrigaba saber qué opinarían de mi estado actual.
Miraban un partido, distraídos. Les pregunté quién jugaba. Entendí, por la pausa, que era una pregunta indecorosa; significaba que no lo sabía de antemano ni que, como mínimo, reconocía las camisetas.
Miraban un partido, distraídos. Les pregunté quién jugaba. Entendí, por la pausa, que era una pregunta indecorosa; significaba que no lo sabía de antemano ni que, como mínimo, reconocía las camisetas.
Pero lo que en realidad quería preguntarles
era si ellos creían que el lenguaje condiciona al pensamiento, y en qué medida. Porque el pensamiento no es lineal
ni es traducible, no tiene leyes o estructuras que lo
ordenen. No va de atrás para adelante, no tiene un criterio natural de prioridades. Todo eso es propio del lenguaje, que nos permite expresarlo, cobrándose un diezmo de sentido en el proceso. Yo hablaba de la imaginación.
Arsenal, Independiente. Qué poético.
El tiempo pasó y me vi a mí mismo en el reflejo de una puerta de vidrio, comiendo y
tomando vino, acompañado
de gente que no me interesaba, sacándola a ella. Preguntándome si serían tan felices como aparentaban, si
yo merecía
ser feliz. Preguntándome
qué era
la felicidad, pero
completamente advertido que se es feliz o infeliz por partes, de
a momentos y en
determinados
aspectos de la vida.
Que nunca es absoluto; que
la pregunta acerca de la felicidad, así mentada, era una trampa más
simple y sencilla que la caja con la soga y el palito.
Pero esa es una trampa para
conejos, y soy un conejo después de todo. O una coneja. Esta falacia de
pensamiento que me llenaba el ánimo de colesterol iba a empezar a
disolverse el día que lo aceptara, aunque todavía no podía hacerlo porque
era un paso que me tocaba dar por mí mismo.
Porque, en mi extravío, dudaba si
en realidad no sería un gato.
La diferencia no era tan importante, pero había un detalle significativo: al gato no hace falta ponerle nada en la caja. Se mete de curioso, y eso lo condena. Por lo demás, el sabor de la carne, que es lo que se busca de las presas, es muy parecido. La de gato es más fibrosa, con un sabor fuerte típico de los predadores. El conejo será más tierno pero tampoco es pollo.
Se resiste un poco al masticarlo.
Se revuelve adentro de la bolsa.
Se murió ese coche en la autopista.
Se quedó sin hilo mi pensamiento, la imaginación.
Basta de vino, gracias, por favor.
La diferencia no era tan importante, pero había un detalle significativo: al gato no hace falta ponerle nada en la caja. Se mete de curioso, y eso lo condena. Por lo demás, el sabor de la carne, que es lo que se busca de las presas, es muy parecido. La de gato es más fibrosa, con un sabor fuerte típico de los predadores. El conejo será más tierno pero tampoco es pollo.
Se resiste un poco al masticarlo.
Se revuelve adentro de la bolsa.
Se murió ese coche en la autopista.
Se quedó sin hilo mi pensamiento, la imaginación.
Basta de vino, gracias, por favor.