02 August, 2017

Bonus Truck

Cuando pasé al comedor, la risa de los tipos tirados en el sillón se interrumpió para ver quién entraba. Con las piernas sobre la mesita, los dos novios de las amigas esperaban la comida fumando y viendo la tele. El de la morocha era un tarado competitivo, compulsivo de la actualidad futbolística y pichón de abogado; el de la rubia era un tarado inescrupuloso que jugaba a militar en una agrupación oficialista, un tarado obsecuente, perfecto para su época.
El tercero, que completaba las juntadas de pareja, era yo: un tarado amargado y en vías de enloquecer. Un tarado anacrónico, poco útil para las reuniones. El desinterés era mutuo, el saludo correcto y la charla normal, con los tiempos apropiados y los chistes de rigor.
Atrás en la cocina estaba ella. Arremangada, con salsa en la punta de los dedos, apoyada contra la heladera, riéndose de forma translúcida: con la inocencia que me enamoró la primera vez que conversamos sentados en un colectivo de línea. Había tomado un poco, se le notaba en los ojos y las mejillas. Pero poco, el calor del horno seguramente ayudaba a que se le subiera rápido.
En realidad siempre se le sube rápido.
Me dio un beso profundo, levantándose en puntas de pié, reclinándose contra mi cuerpo. Ella es otra cuando está con sus amigas. Puedo aceptarlo, pero realmente no se qué hacer en esas ocasiones. Me siento como si mi auto se hubiera roto en medio de un embotellamiento. La multitud me odia.
La situación es como un gato en una bolsa: yo soy la bolsa.
Compartí un poco de sillón y una charla con los novios. Sin conocerlos, sabía cuáles eran sus frustraciones y sus mezquindades, porque las chicas eran incapaces de guardarse nada. Ellos por supuesto también conocían las mías. Pero me intrigaba saber qué opinarían de mi estado actual.
Miraban un partido, distraídos. Les pregunté quién jugaba. Entendí, por la pausa, que era una pregunta indecorosa; significaba que no lo sabía de antemano ni que, como mínimo, reconocía las camisetas.
Pero lo que en realidad quería preguntarles era si ellos creían que el lenguaje condiciona al pensamiento, y en qué medida. Porque el pensamiento no es lineal ni es traducible, no tiene leyes o estructuras que lo ordenen. No va de atrás para adelante, no tiene un criterio natural de prioridades. Todo eso es propio del lenguaje, que nos permite expresarlo, cobrándose un diezmo de sentido en el proceso. Yo hablaba de la imaginación.
Arsenal, Independiente. Qué poético.


El tiempo pasó y me vi a mí mismo en el reflejo de una puerta de vidrio, comiendo y tomando vino, acompañado de gente que no me interesaba, sacándola a ella. Preguntándome si serían tan felices como aparentaban, si yo merecía ser feliz. Preguntándome qué era la felicidad, pero completamente advertido que se es feliz o infeliz por partes, de a momentos y en determinados aspectos de la vida. Que nunca es absoluto; que la pregunta acerca de la felicidad, así mentada, era una trampa más simple y sencilla que la caja con la soga y el palito.
Pero esa es una trampa para conejos, y soy un conejo después de todo. O una coneja. Esta falacia de pensamiento que me llenaba el ánimo de colesterol iba a empezar a disolverse el día que lo aceptara, aunque todavía no podía hacerlo porque era un paso que me tocaba dar por mí mismo.
Porque, en mi extravío, dudaba si en realidad no sería un gato.
La diferencia no era tan importante, pero había un detalle significativo: al gato no hace falta ponerle nada en la caja. Se mete de curioso, y eso lo condena. 
Por lo demás, el sabor de la carne, que es lo que se busca de las presas, es muy parecido. La de gato es más fibrosa, con un sabor fuerte típico de los predadores. El conejo será más tierno pero tampoco es pollo.
Se resiste un poco al masticarlo.
Se revuelve adentro de la bolsa.
Se murió ese coche en la autopista.
Se quedó sin hilo mi pensamiento, l
a imaginación.
Basta de vino, gracias, por favor.