26 March, 2021

Secuencia



    Llego a la esquina, busco para estacionar del otro lado porque hay una banda escabiando en la vereda y después resulta que es culpa mía si les pinta hacer una locura. No me gusta flashar Esteban Etcheverría, pero es lo que termina pasando. Freno detrás de una casa rodante con un stencil que dice "No las hemos [silueta de las islas] de olvidar". En el barrio hay cada vez más casas rodantes, porque hay cada vez más personas y el espacio sigue siendo el mismo. Nadie pareciera darse cuenta, y si se dan cuenta estarían eligiendo no hablar del tema. En la puerta del mercadito hay dos canas. Antes los pasaba de largo como si fueran fantasmas pero desde que maduré aprendí que conviene saludarlos. Elijo verduras de los cajones de afuera, que son los que están en oferta. La banda mira y me relojea, tirando un par de bolazos. Serán unos veinte; como no les doy pelota, vuelven a sus asuntos.
    Consigo lo que necesitaba y me pongo en la fila, detrás de un tipo bastante regular y una vieja que no usa tapabocas. La banda se desconoce y arranca a las trompadas. Desde adentro los observamos a través de la vidriera, como si fuera un show de títeres. Algunos que están en la puerta comentan entretenidos mientras los demás nos quedamos esperando hasta que nos atiendan. Cuando llego al frente, la chica me dice que el precio es por kilo y que tengo que completar sí o sí una cantidad redonda; que sinó no me puede cobrar. Piña va, piña viene. Me quedo pensando cómo puede ser que no quiera cobrarme si tiene una balanza digital, pero igualmente no le hago el planteo porque son dos kilos por cien pesos y ya no se consigue comida a ese precio. Completo la bolsa, vuelvo para la caja. Empiezo a dudar si conviene dejar o llevar el paquete de yerba, pero cuando estoy en el mostrador la cajera observa perdidamente como a través de mí, y dice:
    -Tiene un arma.

 



    En vez de girar hacia la puerta levanto la vista, para ver lo que ella está viendo, que es el monitor de las cámaras de seguridad. Un chabón revolea como un poncho lo que claramente es un calibre 38, que estalla en un único disparo sucio y profundo. Salto detrás de la góndola como si fuera una trinchera, impresionado por la indiferencia del resto de los clientes, que permanece en la fila. Como no puedo saber si están desinteresados o acostumbrados, o en pánico, grito desde el suelo "Qué onda loco, ¿soy el único que se asusta?", pero tampoco responden. Eso me molesta más que toda la secuencia. Aparece la dueña para gritarle a la cajera que llame a la policía; ella le responde que la policía salió corriendo en la dirección contraria y la dueña insulta en todas direcciones exclamando que les paga para que estén en la esquina, llamando frenéticamente al nueve once y puteando todavía más porque nadie la atiende. Luego baja alguien desde el primer piso para avisar que al de la pistola ya le cayeron encima dos patrulleros, una camioneta, varias motos, una serie de policías a pié, etc. La dueña saca la cabeza por la ventana para corroborarlo, sin dejar de insultar. Pago lo mío y arranco. En el aire había quedado suspendida una nube de pólvora, como la que se podía sentir en diciembre cuando todavía tirábamos pirotecnia.
    Sonrío, aunque tiemblo por dentro. Sería demasiado conveniente que mi naturaleza pudiera ignorar la adrenalina y la molestia del aturdimiento en mis oídos. Fueron demasiadas oportunidades en las que me tocó mantener la sangre fría, para correr o para pelear. Se activan en mí los antiguos miedos. Todas las veces era mi culpa, por andar donde no se debe. Así me lo daban a entender los demás. Unos lamentándose porque no existía la pena de muerte, los otros divagando en un eterno es más complicado. Consigo respirar, y el peso que me oprime los pulmones desaparece lentamente. Hago una nueva anotación en mi libreta imaginaria: "al día de la fecha, nadie consiguió nada de mí por las malas".