05 June, 2022

Melanesia


En el camino formado por el hábito, que cruzaba en diagonal por las cuadras vacías del barrio, llenas todavía de monte y de estepa, encontré a un alacrán peleando contra un hormiguero. La tierra arcillosa se había quebrado por la sequedad del verano, y bajo sus mosaicos existía un micromundo de insectos que buscaban refugio y humedad. El alacrán en realidad estaba muerto y las hormigas lo transportaban sin romperlo.

Iba prácticamente ciego para evitar el brillo del cielo. Tenía que hacer veinte cuadras hasta el almacén más cercano, diez de ida con el sol castigando y diez de vuelta con el suelo quemándome a través de las zapatillas. En el medio estaba el cruce de ruta, una encrucijada peligrosa por la que cada tanto alguien pasaba sin mirar y quedaba debajo de un camión.

Cuando entré al local una brisa fresca me hizo estornudar. "Para los que traen el virus hay un recargo", me saludó la chica en la caja, que escuchaba su lista de rock nacional mientras remarcaba precios y veía las horas pasar. Era la primera quincena de las vacaciones y la gente había dejado la ciudad.

Demoré entre las góndolas con el pretexto de leer las etiquetas mientras me recuperaba bajo el aire acondicionado, haciendo memoria de lo que iba a comprar. Necesitaba fruta para desayunar, pan y queso, limpiador para el suelo. Agregué un sifón de soda, a la que me estaba volviendo adicto, y una libreta para organizarme con las notas que venía escribiendo. Mi última publicación sobre la escalada de tensiones en Melanesia tenía cada vez más lecturas y quería aprovechar ese impulso para meter más variedad en los temas, romper con el reporte nuestro de cada día sobre robos violentos, fútbol inconsecuente y el aumento estimado de la inflación.

Llegué a la caja con las compras entre los brazos. A ella le causaba gracia que siempre me olvidara de traer mis bolsas. Las de nylon estaban prohibidas en el municipio, pero yo había pasado demasiado tiempo afuera como para recordalo. Se demoró en cobrar para charlar un poco, del tiempo o de cualquier otra cosa, como ya era nuestra costumbre. En realidad habían almacenes más cerca de casa, aunque en ninguno de los demás estaba ella.

Me daba cuenta que la tenía que invitar a tomar algo porque siempre que le pasaba el DNI con la tarjeta se quedaba mirando mi nombre o la foto carnet. El problema era que todos los rancios y los borracines se la encaraban día por medio, y ya había tenido problemas con el dueño por ese tema. Nunca entendí por qué le echaba la culpa a ella, pero tampoco me iba a meter para no traerle más problemas. La tensión entre nosotros, creía, era real; porque cuando la estás sintiendo significa que ya es mutua. Sino, dicen, automáticamente se convierte en incomodidad.

Ya me había preguntado con quién vivía, si salía los fines de semana, si tenía hijos o qué. Me había contado, sin que se lo preguntara, que ella tenía un bebé y se había separado al poco tiempo de ternerlo.

Yo pasaba una o dos veces a la semana, y nuestra charla era una acumulación hilada de los comentarios que intercambiábamos durante el año. Siempre nos acordábamos en dónde la habíamos dejado, lo que según un amigo al que le había hablado del tema no podía no ser un indicio. Esta vez comentábamos lo rápido que se nos había pasado el tiempo desde el verano anterior, casi volando. Ella se quejó del calor y yo le respondí que acá adentro estaba divino, logrando que se le escapara una risa boba.



Ni siquiera tuve la iniciativa de pedirle su teléfono. Después de un silencio más largo de lo que podíamos soportar, reuní mis compras entre los brazos y la saludé diciendo felices vacaciones. Quiso saber si me iba, y a dónde. Mentí que a la playa por un par de semanas, aunque mi plan era encerrarme a escribir y cuidarle los gatos al vecino. Le dije que nos veíamos a la vuelta, pero ella puso el índice sobre la balanza del mostrador, sentenciando:

-Yo no voy a estar acá para siempre.

El brazo que apoyaba en su cintura remarcaba su seriedad. Me explicó que solamente necesitaba ese trabajo hasta que pudiera entrar a hacer lo que había estudiado, a partir del próximo mes. Eso significaba que era la última oportunidad. Con la mirada me decía "dale pelotudo, algo, lo que sea", pero sentí que también había un no escondido en el fondo de esa mirada. Eran ojos como nunca los había visto, con una expresión caleidoscópica que concentraba expectativas, frustración, y las explicaciones que no me podía ofrecer porque no nos conocíamos realmente.

"Buena suerte", la saludé, y salí a la calle sofocante. Un par de adolescentes que fumaban marihuana encerrados en un auto abandonado me estudiaron todo el trayecto. Escuchaban algo que parecía ser freestyle; el humo los envolvía y no alcanzaba a darme cuenta si se iban a bajar para robarme, o si tenían miedo de que los quisiera mandar al frente. Tampoco importaba. Solamente podía pensar en volver, con el pretexto de haberme olvidado algo, pero las piernas no me obedecieron. El cuerpo automatizado siguió por el camino de la costumbre, como hechizado por el sol.

Un perro con la lengua al ras del suelo se acercó para olfatearme, intrigado por el olor a comida en mi ropa. Las compras empezaban a pesarme y una gota de transpiración salada rodó por mi ceja, pero volví a encontrarme con el hormiguero, y sentí que necesitaba mirarlo con más detenimiento.

Era la cáscara vacía de un escorpión hueco, la muda de piel que los alacranes cambian para crecer durante su etapa de latencia. Una pieza perfecta, observé mientras la removía con un palito, que conservaba intacta la sección superior. Eran animales nacidos para sufrir. Al despertar de ese sueño ya serían adultos y deberían salir al mundo con la urgencia de reproducirse. Su existencia completa podría ser una tortura pero no tenían forma de saberlo; el viento del verano los orientaba, les indicaba hacia dónde tenían que ir, y eso era la vida para ellos.