27 September, 2021

Por cosas como esa

Alguien me dijo una vez que elegimos las historias que tenemos, pero eso no explica por qué me acuerdo de tantos asuntos ajenos que me obligan a escribir a cualquier hora de la noche; cosas que ni siquiera entiendo para qué me contaron, llenas de detalles, generalmente inventados. Todo se sostiene por tres o cuatro imágenes, como un cuento sin texto en el que cada página es un dibujo. Y lo veo a él, llorando en la escalera del edificio, mientras ella le patea la espalda para que avance, bajando por la oscuridad del pasillo.

Un auto que se da vuelta como una tostada, mamá y la hermana van del lado desafortunado, él tiene ahí doce años. No hay nada que hacerle, pero después la convivencia con su padre es una mierda porque están todo el tiempo encerrados en una casa vacía. La gente que lo comprende le tiene pena y los que no se dan cuenta le dan ganas de romperles la cabeza contra la vereda. En el club lo único que le piden es saltar más alto, hasta tocar el tablero. En el colegio están los pibes y en el baño los puchos. Al principio alcanzaba con eso.

Un día apareció Florencia, que era buena mina pero muy pelotuda y le hablaba como si algún día se fueran a casar, o como si ya estuvieran casados. Después estaba esa chica que encontró sola en un bar y supo que tenía que acercarse a hablarle. En el último año todavía no entendía si le gustaban las chicas en pareja o cagarse a trompadas con sus novios, así que terminó decidiéndose por tomar falopa. El dinero no era un problema: estaba lo del seguro de vida.

El curso de ingreso en ingeniería había sido un descontrol. Para el final de segundo año ya no quedaban mujeres en la carrera, y las que estaban tenían barba. El fútbol no tiraba nada, la cerveza artesanal no lo convocaba, al cine ya no iba; eso fue lo que le contó cuando se conocieron, o eso es lo que ella me contó sobre cómo había empezado su relación anterior.

Ella usaba la pollera azul lisa, su camisa transparente, cancanes y borcegos; él era un rockero que llegaba tarde a la facultad y con olor a escabio. Le dijo a sus amigos que algún día se iba a poner de novio con ella. Las chicas fueron corriendo a contarle, ella con su frialdad de mantis religiosa y él que todas las clases de dibujo intentaba sentarse al lado suyo. Eran otras épocas. Por supuesto, ella no le dirigía la palabra; pero el chabón persistía, sin hablarle porque no era necesario, después de un tiempo ya sin mediar el saludo.

Trato de imaginarlo pero no puedo, alguien tan descarado y al mismo tiempo discreto, encantador a los ojos de sus amigas, insistiendo en silencio durante meses, obviamente acostándose con otras mientras tanto pero firme cada semana junto a su tablero de dibujo técnico. Sin hacer chistes ni pidiéndole un lápiz prestado: los dos en silencio, esforzándose para concentrarse bajo ese perfume sin aroma que es la joven adultez de veinte años.

Es un hechizo poderoso saber que le gustás a alguien. Ese qué se yo de misterio y dinamita en su actitud tenía el atractivo de la confianza desmedida, que muy seguido identifica a los psicópatas carismáticos. A mí jamás se me hubiera ocurrido ser tan jugador. Lo mío había sido el colmo de lo sencillo, hacerla reir en el pasillo de un bar, darnos unos besos y contarle algo interesante para que se acordara de mí cuando se le pase la resaca. Pero él lo intentó de frente, en el cumpleaños de alguien, sin conversar demasiado.

 


Los primeros meses fueron la alegría de la vida. Parece que el tipo tenía un miembro de otro planeta, aunque al tiempo la emoción se le pasó porque, según sus palabras, con esa tarasca de caballo no podían hacer nada. La frustración aumentaba y la convivencia se hacía pesada. Él no cocinaba, apenas limpiaba, y ella se encargaba de todo porque compartían un departamento sin haberlo convenido antes. Además él tenía grandes problemas de celos, y cuando no conseguía anotarse en sus horarios se le metía en el aula para pasar el rato.

La pala que corría como una liebre y los pibes que se pasaban semanas completas dibujando todo a último momento, cuando se acercaban las fechas de entrega. Ella mandándose a mudar largas temporadas, porque no se lo aguantaba cuando estaba con los amigos. Y la tiza siempre a la vista, como si fuera un centro de mesa. Por cosas como esa nunca quiso presentárselo a sus padres. Ella en cambio sí conocía al papá de él, que la incomodaba preguntándole qué tiene mi hijo para merecer a una chica como vos, incapaz de darse cuenta que ya empezaba a hacerse la misma pregunta.

¿Por qué estaba contando esto? Ah, sí, la ruptura. Una cosa amarga. Mugre por toda la casa, él que no es capaz de entender una indirecta y ella que harta, equivocada, le grita yo no puedo llenar el lugar de Tamara. Ahí se va todo a la mierda, porque él en vez de contestar hace estallar la botella contra la heladera, manotea las llaves de la mesa, pega un portazo y sale para el ascensor. Gritar en el pasillo, dejar el departamento abierto, nada les importa. Era uno de esos vínculos que denominan tóxicos, pero que en realidad son simbióticos. Ella le grita pegame, pegame, nadie entiende por qué; él la mira rabioso, atravesándola con la mirada, pero al final no pasa nada.

Al final se corta la luz. Ninguno pronuncia palabra durante varios minutos. De a poco y mal vuelven a hablarse, porque tienen que hacer fuerza para abrir la puerta del ascensor, atascado entre dos niveles. Maniobras para salir, vos primero, no, vos, y así; empiezan a reírse, reptan hacia un pasillo que, como no hay electricidad y ninguno tiene su celular, no pueden saber en qué piso está. Él que la abraza, bajo el resplandor de la salida de emergencia, pero en lugar de besarla se larga a llorar y recién ahí ella comprende que eso fue todo. Él que le ruega, prometiendo cambiar, algo que nadie le había pedido.

Lo que sí le pide, ya que no la deja irse, son las llaves del edificio; y como tampoco se las quiere entregar ella empieza a enojarse. En la última escena los dos van bajando por la escalera, a ciegas, y a veces él frena para sentarse, llorar con las manos en la cara, pedirle que no se vaya, amenazando con suicidarse. Ella, reacción curiosa, lo patea en la espalda como si realmente fueran hermanos. Admite que en el fondo, en el momento, le parece entretenido. Yo la escucho y me doy cuenta que está loca, que demoré demasiado en percibirlo; porque lo relata como si fuera algo normal que no le pasó hace un año sino en otra vida y eso, por algún motivo, se me hace lo más triste de todo.

26 March, 2021

Secuencia



    Llego a la esquina, busco para estacionar del otro lado porque hay una banda escabiando en la vereda y después resulta que es culpa mía si les pinta hacer una locura. No me gusta flashar Esteban Etcheverría, pero es lo que termina pasando. Freno detrás de una casa rodante con un stencil que dice "No las hemos [silueta de las islas] de olvidar". En el barrio hay cada vez más casas rodantes, porque hay cada vez más personas y el espacio sigue siendo el mismo. Nadie pareciera darse cuenta, y si se dan cuenta estarían eligiendo no hablar del tema. En la puerta del mercadito hay dos canas. Antes los pasaba de largo como si fueran fantasmas pero desde que maduré aprendí que conviene saludarlos. Elijo verduras de los cajones de afuera, que son los que están en oferta. La banda mira y me relojea, tirando un par de bolazos. Serán unos veinte; como no les doy pelota, vuelven a sus asuntos.
    Consigo lo que necesitaba y me pongo en la fila, detrás de un tipo bastante regular y una vieja que no usa tapabocas. La banda se desconoce y arranca a las trompadas. Desde adentro los observamos a través de la vidriera, como si fuera un show de títeres. Algunos que están en la puerta comentan entretenidos mientras los demás nos quedamos esperando hasta que nos atiendan. Cuando llego al frente, la chica me dice que el precio es por kilo y que tengo que completar sí o sí una cantidad redonda; que sinó no me puede cobrar. Piña va, piña viene. Me quedo pensando cómo puede ser que no quiera cobrarme si tiene una balanza digital, pero igualmente no le hago el planteo porque son dos kilos por cien pesos y ya no se consigue comida a ese precio. Completo la bolsa, vuelvo para la caja. Empiezo a dudar si conviene dejar o llevar el paquete de yerba, pero cuando estoy en el mostrador la cajera observa perdidamente como a través de mí, y dice:
    -Tiene un arma.

 



    En vez de girar hacia la puerta levanto la vista, para ver lo que ella está viendo, que es el monitor de las cámaras de seguridad. Un chabón revolea como un poncho lo que claramente es un calibre 38, que estalla en un único disparo sucio y profundo. Salto detrás de la góndola como si fuera una trinchera, impresionado por la indiferencia del resto de los clientes, que permanece en la fila. Como no puedo saber si están desinteresados o acostumbrados, o en pánico, grito desde el suelo "Qué onda loco, ¿soy el único que se asusta?", pero tampoco responden. Eso me molesta más que toda la secuencia. Aparece la dueña para gritarle a la cajera que llame a la policía; ella le responde que la policía salió corriendo en la dirección contraria y la dueña insulta en todas direcciones exclamando que les paga para que estén en la esquina, llamando frenéticamente al nueve once y puteando todavía más porque nadie la atiende. Luego baja alguien desde el primer piso para avisar que al de la pistola ya le cayeron encima dos patrulleros, una camioneta, varias motos, una serie de policías a pié, etc. La dueña saca la cabeza por la ventana para corroborarlo, sin dejar de insultar. Pago lo mío y arranco. En el aire había quedado suspendida una nube de pólvora, como la que se podía sentir en diciembre cuando todavía tirábamos pirotecnia.
    Sonrío, aunque tiemblo por dentro. Sería demasiado conveniente que mi naturaleza pudiera ignorar la adrenalina y la molestia del aturdimiento en mis oídos. Fueron demasiadas oportunidades en las que me tocó mantener la sangre fría, para correr o para pelear. Se activan en mí los antiguos miedos. Todas las veces era mi culpa, por andar donde no se debe. Así me lo daban a entender los demás. Unos lamentándose porque no existía la pena de muerte, los otros divagando en un eterno es más complicado. Consigo respirar, y el peso que me oprime los pulmones desaparece lentamente. Hago una nueva anotación en mi libreta imaginaria: "al día de la fecha, nadie consiguió nada de mí por las malas".