25 November, 2020

Nunca fui muy de escuchar los Smiths


    Siempre que alguien habla de Lincoln me acuerdo de Anto. Me pregunto cómo le estará yendo, y si habrá encontrado la manera de ser feliz. Nunca me animé a contarle que era una de mis personas favoritas en el mundo. Antes de conocerla y descubrir que había nacido con el corazón de una paloma la veía pasar por los pasillos de la facultad, brillando con la autosuficiencia de una estrella de rock. Colgaba mirándola en los teóricos, cuando se encorvaba para dibujar y las vértebras le asomaban por la espalda como si fuera anoréxica.
    Eso sí se lo dije una vez. Estábamos tirados en la cama y quiso saber en qué momento había empezado a gustarme. Le conté lo de sus vértebras, sin darme cuenta que no sería algo que ella quisiera escuchar, pero Anto era diferente y no se dejaba afectar por los comentarios. Una vida como hermana del medio, entre un varón más grande con tendencias fascistas y un par de mellizas más chicas con complejo de barbie, le había extirpado la sensibilidad necesaria para ofenderse por un comentario. Esa desconexión del mundo la cubría como un halo de misterio.
    Una noche que estaba en el cine la encontré apoyada contra una columna, prendiendo un cigarrillo cual malevo de tango. Le dije a los chicos que algún día iba a salir con ella, aunque estábamos lejos y nunca supieron de quién les hablaba. Otro día la encontré saliendo de rendir un examen y me acerqué a preguntarle cómo le había ido, aunque ni siquiera estaba anotado en esa materia. Investigué su nombre con una amiga que al menos la ubicaba y empecé a saludarla cuando nos cruzábamos por los pasillos. Un día  me animé y la invité a tomar algo.
    Le dije de caer a un bar de cerveza artesanal que estaba en el centro, una casa antigua que los hipsters habían reciclado con la doble virtud de ser barato y estar siempre vacío, tal vez porque la gente no se daba cuenta de que era un bar. Llegué demasiado temprano, es decir puntual, pero cuando estaba empezando a creer que me había plantado ella entró buscándome con la mirada.
    Cayó vestida exactamente igual que siempre, igual que cuando iba a la facu, igual que en la puerta del cine, con las mismas zapatillas. Me explicó que recién salía del laburo, que no había cenado y que si la disculpaba por pedirse algo para comer. Hablaba con su voz suave pero grave, con la familiaridad que se tienen los amigos, y yo sentí el dolor del flechazo en mi corazón. La escuché contarme acerca del local de ropa, y de una pelea entre proxenetas y travestis ahí en la puerta del negocio, mientras su jefa le prohibía llamar a la policía.



    Después de unas porciones de fainá y varios cuencos de maní pedimos una última pinta para compartir. Habían puesto un disco de los Smiths, seguramente porque vieron el parche en su campera, pero ahora no recuerdo cuál porque nunca fui muy de escuchar los Smiths. En un momento que salió a la vereda para fumar la acompañé y nos terminamos besando. Después caminamos hasta mi casa, charlando acerca de las pocas cosas que teníamos en común.
    En el camino me preguntó si podía usar la ducha cuando nos levantáramos, dando a entender que se estaba quedando a dormir. Eso me pareció maravilloso. Cuando clareó empezaron a cantar los pájaros y fue imposible descansar; antes del mediodía se largó a llover y no daba echarla bajo la lluvia, así que preparé algo para comer. La comida nos hizo dormir una siesta y cuando nos levantamos ya era de noche otra vez. Tomamos unos mates y en seguida se hizo la hora de la cena. Como no le pedí que se fuera ni a ella se le ocurrió, volvimos a dormir juntos.
    Pero esta tercera vez consecutiva ya no fue tan agradable porque el olor a jabón neutro de su piel, que ahora recuerdo tan agradable, había empezado a saturarme y necesitaba saber qué le pasaba. A mitad de la noche le pregunté si estaba todo bien en su casa. Respondió que acababa de cortar una relación de un par de años, la primera que había tenido en su vida. Sus palabras decían que estaba segura de no volver, pero su voz lo ponía en duda. Y el halo de misterio que la envolvía se convirtió en una película de autismo, un síntoma del aturdimiento permanente en el que vivía. Cuando le pregunté si tal vez era muy temprano para estar con alguien, es decir conmigo, ella levantó los hombros en gesto de no sé y respondió que yo la había invitado.
    Todo esto ocurrió en la ciudad de La Plata, donde las avenidas se cruzan con diagonales formando asteriscos de seis esquinas. Uno siempre intenta cruzarlas por el centro, e invariablemente queda atascado en el tráfico. La cara de desorientada que puso al decirme que yo la había invitado era la misma de la gente atrapada en esos asteriscos.
   Volvimos a vernos un par de veces, y después ya no; aunque muy seguido me despertaba sus llamadas perdidas. Le escribía para confirmar que estaba bien, siempre me respondía que sí, pidiendo disculpas, y a la semana lo hacía de nuevo. Dejé de responderle y entonces dejó de llamar. Después pasaron los años así que no tengo manera de saber si se acuerda de mí. En realidad, me gusta pensar que no me recuerda. Yo solamente recuerdo que sabía manejar la intensidad de su calidez para no quemarte, como si fuera la luz del sol en otoño.