16 October, 2018

Punto de giro


te daría mi palabra pero la necesito
de todas maneras no vale más que cualquier otra
porque no domina la retórica engañosa
ni se mueve en contra de sus pocos enemigos
protegida bajo férreas certezas dogmáticas

el caso es que se ha muerto la abuela coca
esa que tenía una sola pollera marrón
y arreglaba medias mientras cocinaba fideos
firme junto a la radio que pasa las novelas
siempre en contra de cualquier cambio en su galaxia

el coche no arranca porque hace mucho frío
a pata no da ir porque estamos a mil cuadras
mañana ya es otra cosa, no vas a comparar
lo que pasa es que allá son serios y acá no
por eso nos ocurre, y siempre va a ser igual

la angustia eran los recuerdos del futuro
imágenes de un trabajo grande e importante
decisiones que marcarían un punto de giro
y la noche que fuimos a dar todo por perdido
nos despertamos, perfectamente sincronizados




23 July, 2018

Atrapada en las fuentes

Me resultaba gracioso imaginar a los dioses primitivos teniendo que adaptarse a nuestro estilo de vida, también alienados, con roles asignados dentro su sociedad divina. Algunos estarían encargados de proponer ideas para enriquecer el argumento de la trama cotidiana, sacando de su consumida galera nuevos episodios para los dramas policiales, las comedias amorosas, las comedias policiales y los dramas adolescentes que tanto necesitamos.
Por debajo suyo estarían los dioses rasos, encargados de hacer girar la vida. Podía imaginarme algunos de esos dioses modernos y hacer una lista: con el dios de las listas, el pequeño dios de los fuegos que habita en los encendedores, o el dios insomne de los medios de comunicación. También entraría el apático dios de las cosas que salen mal, el que hace funcionar los semáforos a destiempo, burlándose cada vez que un despertador no suena.
Y por supuesto, sus esposas las diosas: diosa de la comida a domicilio, diosa de las parejas infieles, diosa de los sahumerios y las velas aromáticas, o la compasiva diosa del agua que fluye atrapada en las fuentes. Diosas de las líneas telefónicas, las que hablan con voz mecánica.
Dioses de la nada, con mil caras; todos bajo el mando de Macedonio Fernández, que había reservado para sí mismo el primer pedestal sin monumento ni placa. Esos que habitan el espacio entre los átomos, dormidos por ahora.
El joven dios del éxito, al que se representa como un polvo finísimo y blanquísimo. La temible diosa de la soledad, llamada melancolía en la jerga de los enamorados, que no cierra sus ojos de noche ni de día. El dios de las ilusiones. ¿O era una diosa? Claro que era una diosa, fluctuante, cambiante; por eso la identificamos con la luna.
Dioses de las proporciones y diosas de las relaciones, del ratio; las que cuidan las apariencias. Dos señoras maduras que barren cada cual una vereda, emparentadas por el nombre, siempre entregadas a su tarea y a su conversación: la locura y la cordura. Su prima soltera, la literatura.
El dios delgado y misterioso que recorre la noche buscando un banco de plaza en el que acostarse a descansar, pero que nunca puede dormirse porque tiene muchas deudas; deudas mitológicas, que se remontan a épocas en las que el mundo todavía no existía.
Deidades olvidadas por sus cultores, muertas con los pueblos nativos, que bailan tristes encima de las mesas en los antros de cumbia villera. Deidades crueles que nos imponen al azúcar en todas nuestras comidas, por cuyo lobby ahora las emociones han sido reglamentadas y racionadas: no más de tres por persona. Dioses indiferentes como el viento, indistintos como las hormigas, cargados de productividad y profesionalismo.


Dioses ya no del dinero sino de las moneda, batallando sin tregua por el honor de cada nación, urdiendo complots y desangrándose con las devaluaciones cíclicas. Dioses que empujan la mierda por el inodoro y a los camiones de basura fuera de la ciudad, hacia los infiernos baldíos, para simplificarnos la vida y alejar los efectos del progreso de nuestra mirada. Temibles dioses con máscaras, los devoradores de inocentes, que acechan en los lugares donde antes hubo una selva: en la estación de trenes, en el supermercado, en la facultad de ciencias jurídicas.
El dios de los colectivos, figura en la que están inspirados los ángeles. El policía que está clavado en un mundo que gira puede viajar gratis en colectivo; pero el maestro de escuela, inmóvil frente a un río de niños que solo aumenta, tiene que pagar sus viajes con monedas.

14 February, 2018

Le dije que vivíamos como reyes

 Con calor, mientras los pájaros cantaban, pegados a las sábanas, con la ventana abierta y las cortinas bailando, la luz que se reflejaba contra los edificios blancos filtrándose dentro del cuarto, en el silencio de febrero; yo la miré y le dije que vivíamos como reyes. Quise decirle que éramos los privilegiados de nuestra época, que solamente nosotros podíamos disfrutar de una tarde muerta con tanta tranquilidad. La gente de más y menos edad, de más y menos dinero, con personas a su cuidado o sin nadie para compartir la vida, ya no podía sentir eso que estábamos sintiendo; o mejor dicho, aceptar lo que estábamos recibiendo.
 Solamente nosotros ostentábamos el beneficio. Teníamos frutas de todas las naciones, en una heladera que medio siglo antes apenas estaba al alcance de la aristocracia, y derrochábamos la libertad por la que tanto se había matado y muerto en la Historia de la humanidad. La malgastábamos, así tirados en silencio, con los ojos abiertos, a distancia por el calor pero juntos en la respiración, que seguía acompasada. Ella me miró sin decir nada, tal vez no me entendiera, porque un comentario como ese solo puede causarnos culpa.
 No estábamos entrenados para disfrutar de la realidad, y sentirnos culpables era parte de nuestra herencia. La clase alta, con las manos manchadas de sangre, ahuyentaba los remordimientos de su reposo con vicios y lujos desmedidos, como amuletos brillantes contra la reflexión de su propia imagen. Para nuestros abuelos el reposo había sido algo directamente inmoral. La gente, cuando no estaba trabajando, se envilecía; eso dictaba la norma, y una señal de buena educación dentro de nuestras familias había sido siempre esconder o disimular el placer de no estar haciendo nada. Sencillamente tirados en la cama, juntos pero separados, y alegres.
 Elaboré mi idea. Le señalé los libros sobre la mesa y le pregunté cuántas personas los tenían a su alcance: textos para interpretar y entender lo que decían las noticias, novelas para pensar en la naturaleza humana, poemas y diccionarios. La envidia de cualquier sabio clásico. El ventilador, otro milagro moderno. La ropa en los armarios, a nuestro gusto personal y selección. Y mirá dónde estamos (alcé las manos). Cerca del centro, contestó. No, estamos acá tirados; lejos de donde caen las bombas. No estamos ni en la cancha, ni en la iglesia, ni haciendo el trabajo barrial para un partido que a la hora de las elecciones manda de candidato a sus peores fariseos. Lejos de las obligaciones, las conspiraciones, las tribus urbanas y las apps de citas. Estamos como queremos, le dije, y si hacemos silencio no va a venir nadie a molestarnos.
 Volvió a mirar hacia el techo, entrecruzando los dedos, preocupada por mi alma de hereje. No quería ser la que se encargara de explicarme que lo nuestro era una mentira. Yo entendía eso, decirlo en voz alta hubiera sido una hostilidad inmerecida, pero sabía perfectamente que lo nuestro no era sustentable a largo plazo. Solo intentaba resaltar, liberándome de lo que significaba, toda la riqueza del momento; como suspendidos en una hamaca paraguaya o dormidos en una canoa que bajaba por el río. Sin nada que hiciera falta; y le dije que sentirse así era el objetivo de la vida.
 Me conocía a morir, y tal vez la sonrisa con la que clausuró el diálogo fuera un acto de compasión. Ella, que decía no tener ambición. Que se sublevaba con mi ausencia de carácter y mi fragilidad, pero que después confesaba admirarme. Conservo ese recuerdo adentro de un diamante, y nada tiene permiso para ensuciarlo. Llevo esa sensación sobre el pecho como quien lleva un rosario, porque me recuerda que fuimos felices y que, llegado el momento, vamos a volver a sentirnos llenos.