08 July, 2019

Me hace mal

Cruzamos miradas y ninguno amagó a saludar. El instinto me pedía que siguiera caminando y le pasara por el frente, solo para ver qué hacía. Resultó más fácil de hacer que de imaginar, aunque diez pasos adelante me dí cuenta que venía conteniendo la respiración desde el momento que nuestros hombros se tocaron. Adentro parecía que el sonidista se había emocionado con la máquina de humo, pero no había máquina de humo.
Hice fila en la barra para dejar mi campera. No la traía como abrigo sino para guardar el teléfono, las llaves y la billetera. Necesitaba los bolsillos disponibles para meter las manos, porque encerrarme en el celular para distraer a mi ansiedad social era una pulsión tan fuerte que no guardarlo era lo mismo que no salir.
Una chica me gritó mi nombre en el oído, clavándome unos dedos como garras en el brazo. Era Victoria, a la que no veía desde el colegio.
-Estás igual.
-Gracias.
-Ay, forro, ¿no me vas a decir que yo también?
Acercaba la cara en puntas de pié para escucharnos por encima del sonido. Estaba borracha, pero su aliento era bastante agradable. En realidad solamente habíamos sido compañeros de escuela, y en estos años hasta me había olvidado de su existencia. Ahora tenía el pelo azul, verde y violeta.
-No -sonreí-. Vos parecés más joven.
Me abrazó con todo el cuerpo, casi para taclearme. Charlamos un rato en el que le entendía la mitad de lo que decía y después me preguntó qué andaba haciendo, sin precisar si hablaba de esa noche o de mi vida en general. Le contesté que no sabía, lo que se aplicaba en ambos casos, y me hizo seguirla de la mano para pasar entre la multitud de la pista. Parecíamos una parejita que buscaba un lugar para besarse. Cuando llegamos al patio señaló en tal dirección diciendo que quería presentarme a sus amigas.



Sus amigas eran una flaca y dos chabones con pinta de hipsters que se apiñaban sobre un banco de cemento. Me saludaron mencionando sus nombres y ofreciendo los nudillos en un desinteresado choque de puños, excepto uno de los chicos que se encorvaba sobre sus rodillas picando faso. Victoria barrió el suelo con la zapatilla para sentarse frente al grupo, y la imité.
Me presentó como a su compañero de pupitre en el primario, algo que no recordaba, y habló de un viaje a Mar del Plata que habíamos hecho para las olimpiadas de matemática. Yo había estado en las olimpiadas pero no en ese viaje, aunque evité corregirla. La otra chica, que se llamaba Cami o Mica, no sabía lo que eran y en lugar de explicarle inventaron una competición en la que tenías que resolver ecuaciones mientras corrías y saltabas por una pista. Se lo estaba creyendo hasta que alguien inventó que el árbitro te podía pegar con ese transportador gigante que se usaba en el pizarrón.
Por la forma en la que se reían era evidente que habían tomado éxtasis o algo así. Después sus amigos se pusieron a hacerse cosquillas y empujarse para tirar al otro del asiento. Entonces me preguntó: Bueno, ¿vos qué onda?. Los ojos le brillaban y realmente parecía más joven que cuando éramos chicos, o tal vez más infantil.
-Eso, loco -se metió uno de los chicos, con el atrevimiento que le causa gracia a los frikies-, ¿qué onda con vos?
-¿Qué onda con qué?
"Con la vida", completó Victoria. Les dije que no sabía por dónde empezar. "Contá en qué andás, qué estuviste haciendo, no sé. ¿Estás enamorado?". Amagué a responder, pero en lugar de hacerlo bajé la mirada.
-Creo que sí.
-Uy, te está re dejando una mina.
-No.
-¿Un chabón? -arriesgó la otra chica.
-Peor.
-Te estás comiendo a la novia de tu amigo.
"Tampoco es tan malo", aclaré, "me gusta una persona con la que no pasa nada". Lo había resumido bien, aunque dicho de esa manera quedaba poco claro. Quisieron saber hasta qué punto no pasaba nada, y cuando les expliqué que ni siquiera sabía su nombre perdieron el interés. Los chicos habían encendido el faso y ya tenían su propia conversación.
-Entonces estás manijeando -concluyó Victoria.
-Básicamente.
-¿Y de dónde la sacaste? -preguntó Cami o Mica.
-Nos cruzamos hace un par de meses en la movilización contra el desalojo de un centro cultural y noté que me estaba mirando. Después me dí cuenta que debe ser del barrio porque la volví a encontrar un montón de veces, en la fila del chino o arriba del colectivo. Al principio creí que me conocía, pero ahora estoy seguro que no. Y cada vez que pienso en acercarme a saludarla me pasa lo mismo, termino pensando que estoy flashando y sigo de largo.
Se miraron entre sí y Victoria soltó:
-Estás hasta las manos.
-Mal -apoyaba su amiga-, tenés que invitarla a salir.
-No la conozco.
-No importa, si te estaba mirando ya fue. La próxima vez tenés que ir y decirle "hola, me gustás, vayamos a tomar una birra".
-¿Así nomás?
-Sí, pelotudo -decía Victoria-, así nomás. Bueno, perdón por lo de pelotudo. Pero le tenés que hablar, no seas marica.
Me sentía un poco fuera de estado para tirarme a la pileta de esa manera. En otra época hubiera demorado cinco minutos en ir a hablarle y despejar la incógnita, pero ahora se me hacía cuesta arriba. Pensé en Victoria, que todavía no agotaba la energía de su adolescencia.
Cambié el eje de la charla preguntando qué harían ellas en lugar de la chica, con una invitación tan jugada. La respuesta siempre era depende, y con su amiga decían depende, jugando con las posibilidades de una situación tan hipotética. Al rato empezaron a dudar de la estrategia.
-Bueno, igual es lindo -me dijo.
-¿El qué?
-Estar enamorado, sentir algo, no sé. Eso que pasa a veces. Está Bueno.
-No te creas.
-Encima es como en esa teoría que dice que los que están enamorados siempre se encuentran por coincidencia -agregó la amiga.
-¿Cuál teoría?
-Esa, que cuando dos personas están enamoradas, es más probable que se encuentren por casualidad. Está científicamente comprobado.
-Igual no sé si estoy enamorado.
-Pero sí, chabón. No lo controlás, es una cosa química, eso de las maripositas en la panza y qué se yo. ¿Sentiste maripositas cuando se vieron?
-Sentí una pelea de gatos.
-De una, es re especial eso.
-Me hace mal.
Esta chica que se llamaba Cami o Mica sacó del bolsillo de su tapado una petaca metálica para ofrecerme. La giró por el lado de los chicos, que se cobraron un peaje, y yo también le di un trago.
-¿Qué están tomando, colonia pibes?
Me preocupaba que todo les causara tanta gracia. Cuando terminó de reírse, Cami o Mica me explicó que era caña de durazno. Compraban algún escabio horrible para que les rindiera toda la noche, porque de otra manera se ponían muy en pedo o terminaban discutiendo por plata, o las dos cosas.
Después colgué mirando la noche. La afinidad entre las personas había sido un misterio desde el origen de los tiempos, y por eso todavía existían los horóscopos y las agrupaciones políticas. Tal vez en el futuro alguien diera con la solución, para liberarnos entre otras cosas de tantas supersticiones con las que nos mateníamos distantes.
Tuvimos que levantarnos porque alguien a nuestra espalda dejó caer una cerveza que se hizo astillas por el suelo. Ya había pasado la última banda, y el patio estaba cada vez más atestado de gente buscando aire limpio. Victoria entonces pasó a sentarse sobre las rodillas de su amiga, y yo me quedé parado en frente de ellas. Era el único que no revisaba el celular, porque no lo traía conmigo.
-A mí me parece que deberías hablarle. Aunque no pase nada, al menos te fijás si después de eso te sigue saludando.
-Y si llega a pasar algo -agregó Cami o Mica, sin desatender su teléfono-, le sacás una foto para ver si la conocemos.
Victoria estuvo de acuerdo. No se me había ocurrido preguntar si alguien la conocía. "Es la que está allá, entre la pared y la palmera", comenté, señalando con la cabeza. Giraron el cuello sin discreción.
-¿Cual -preguntó la amiga-, la que se parece a Sabrina la bruja adolescente?
-La otra.
-¿La que está charlando con el chabón que está re bueno?
-Esa.
Las chicas dijeron uhh y de nuevo cambiaron la conversación. Estábamos demasiado lejos como para que se escuchara, pero cuando señalé en su dirección se giró como si entendiera que hablaba de ella. Al hacer contacto visual volví a sentir esa fiebre tropical escalando por la espalda, fría y caliente, que invadía el aire con una fosforescencia anaranjada y que desaparecía con la misma intensidad cuando nuestras miradas se desencontraban.