25 March, 2014

Vértice

Los delirios de una fiebre que no era fiebre le hicieron divagar, primero, por un infinito oscuro donde la única división era la del horizonte que separaba al mar profundo de una noche sin estrellas; luego, sintió el vértigo de la velocidad y aunque estaba ciega comenzó a ver colores sin forma. Los sonidos eran temperaturas y recordó las historias de su niñez.



 En su viaje conoció gigantes, desnudos y elocuentes. Le llamó la atención que las mujeres le sonrieran sin envidia ni malicia; eran todos pobres. Le contaron una fábula que ya conocía, donde la luna y el sol se perseguían, pero que no pudo recordar, y al crecer la tarde sintió la tentación de alimentarse de un pez que jugaba cerca suyo en el arroyo. Con inseguridad se lo llevó a la boca, y lo vio sonreír mientras le arrancaba la carne de su lomo con los dientes: era un alimento blanco y jugoso con el sabor de una fruta que se hacía más y más jugosa a cada momento, hasta que tuvo que escupir un bocado de agua pura. Sin embargo, sintió que se ahogaba, porque no podía parar de vomitar grandes bocanadas de esa leche de coco blanca e insípida, o tal vez metálica. El pez permaneció cerca suyo, nadando, mientras ella desesperaba. El mar la tapó y sintió que no hacía pié; cuando miró hacia el abismo pudo contemplar una multitud pálida, que eran los muertos.
Intentó hablarles, pero no consiguió emitir ningún sonido. De verdad que lo intentó, lo estaba intentando. No podía, era cierto que no podía, y los muertos la miraron dando a interpretar que no le creían.
Cuando se despertó le dolía la cabeza y el hígado.

16 March, 2014

MANGATA

Sonó el timbre del domingo al mediodía. Era, como siempre, una vieja pidiendo ropa o comida, o cualquier cosa que pudieran darle. Sin ponernos de acuerdo decidimos ignorarla (tampoco hablamos de eso), y un largo suspiro suyo anunció que no podíamos seguir durmiendo. La resaca era un problema, que no le agregaba ni quitaba belleza a la tarde nublada y tranquila.
 Hizo un café para cada uno, lo tomamos escuchando a Jobim acariciando el piano con ese deje de saudade que no se puede explicar sin caer en adjetivos presuntuosos y vacíos. La miré con desprecio por una fracción de segundo, preguntándome si elegía ignorar todo aquello del mundo que no podía conciliar con nuestra vida feliz, o si directamente no le importaba nadie. Tenía la mirada perdida, clavada en la mesa; masticaba un pedazo de pan árabe con casancrem.
 -Eu, -me dijo- ¿vamos a ir al Teatro?
 Recordé eso del ballet. Ni siquiera sabíamos qué daban, pero teníamos un par de entradas. Me rompí la cabeza tratando de encontrar una respuesta que no redundara en un como quieras mutuo y perpetuo.



 Al rato bajamos. Ni siquiera quedaban policías en la calle; la fiesta se había terminado, dejando una alfombra de hojas y papeles que se extendía por las veredas silenciosas, mientras que los perros olfateaban el vómito seco de las baldosas. Los recuerdos de la noche fueron apareciendo en el camino, generando risas espontáneas y golpes en el hombro. Ahora iban a ser anécdotas, y ya no me las podría olvidar nunca, como no puedo olvidarme de nada: en un claro de luna que llenaba el vacío profundo entre los edificios, nos quedamos bailando muy, muy lento. No me asusta que la arena de la mediocridad tape esos recuerdos, perdí el miedo a perderlos. Perdón por tan poco, digo y repito. Perdón por tan poco, todo este tiempo.