25 March, 2014

Vértice

Los delirios de una fiebre que no era fiebre le hicieron divagar, primero, por un infinito oscuro donde la única división era la del horizonte que separaba al mar profundo de una noche sin estrellas; luego, sintió el vértigo de la velocidad y aunque estaba ciega comenzó a ver colores sin forma. Los sonidos eran temperaturas y recordó las historias de su niñez.



 En su viaje conoció gigantes, desnudos y elocuentes. Le llamó la atención que las mujeres le sonrieran sin envidia ni malicia; eran todos pobres. Le contaron una fábula que ya conocía, donde la luna y el sol se perseguían, pero que no pudo recordar, y al crecer la tarde sintió la tentación de alimentarse de un pez que jugaba cerca suyo en el arroyo. Con inseguridad se lo llevó a la boca, y lo vio sonreír mientras le arrancaba la carne de su lomo con los dientes: era un alimento blanco y jugoso con el sabor de una fruta que se hacía más y más jugosa a cada momento, hasta que tuvo que escupir un bocado de agua pura. Sin embargo, sintió que se ahogaba, porque no podía parar de vomitar grandes bocanadas de esa leche de coco blanca e insípida, o tal vez metálica. El pez permaneció cerca suyo, nadando, mientras ella desesperaba. El mar la tapó y sintió que no hacía pié; cuando miró hacia el abismo pudo contemplar una multitud pálida, que eran los muertos.
Intentó hablarles, pero no consiguió emitir ningún sonido. De verdad que lo intentó, lo estaba intentando. No podía, era cierto que no podía, y los muertos la miraron dando a interpretar que no le creían.
Cuando se despertó le dolía la cabeza y el hígado.