16 March, 2014

MANGATA

Sonó el timbre del domingo al mediodía. Era, como siempre, una vieja pidiendo ropa o comida, o cualquier cosa que pudieran darle. Sin ponernos de acuerdo decidimos ignorarla (tampoco hablamos de eso), y un largo suspiro suyo anunció que no podíamos seguir durmiendo. La resaca era un problema, que no le agregaba ni quitaba belleza a la tarde nublada y tranquila.
 Hizo un café para cada uno, lo tomamos escuchando a Jobim acariciando el piano con ese deje de saudade que no se puede explicar sin caer en adjetivos presuntuosos y vacíos. La miré con desprecio por una fracción de segundo, preguntándome si elegía ignorar todo aquello del mundo que no podía conciliar con nuestra vida feliz, o si directamente no le importaba nadie. Tenía la mirada perdida, clavada en la mesa; masticaba un pedazo de pan árabe con casancrem.
 -Eu, -me dijo- ¿vamos a ir al Teatro?
 Recordé eso del ballet. Ni siquiera sabíamos qué daban, pero teníamos un par de entradas. Me rompí la cabeza tratando de encontrar una respuesta que no redundara en un como quieras mutuo y perpetuo.



 Al rato bajamos. Ni siquiera quedaban policías en la calle; la fiesta se había terminado, dejando una alfombra de hojas y papeles que se extendía por las veredas silenciosas, mientras que los perros olfateaban el vómito seco de las baldosas. Los recuerdos de la noche fueron apareciendo en el camino, generando risas espontáneas y golpes en el hombro. Ahora iban a ser anécdotas, y ya no me las podría olvidar nunca, como no puedo olvidarme de nada: en un claro de luna que llenaba el vacío profundo entre los edificios, nos quedamos bailando muy, muy lento. No me asusta que la arena de la mediocridad tape esos recuerdos, perdí el miedo a perderlos. Perdón por tan poco, digo y repito. Perdón por tan poco, todo este tiempo.