23 July, 2018

Atrapada en las fuentes

Me resultaba gracioso imaginar a los dioses primitivos teniendo que adaptarse a nuestro estilo de vida, también alienados, con roles asignados dentro su sociedad divina. Algunos estarían encargados de proponer ideas para enriquecer el argumento de la trama cotidiana, sacando de su consumida galera nuevos episodios para los dramas policiales, las comedias amorosas, las comedias policiales y los dramas adolescentes que tanto necesitamos.
Por debajo suyo estarían los dioses rasos, encargados de hacer girar la vida. Podía imaginarme algunos de esos dioses modernos y hacer una lista: con el dios de las listas, el pequeño dios de los fuegos que habita en los encendedores, o el dios insomne de los medios de comunicación. También entraría el apático dios de las cosas que salen mal, el que hace funcionar los semáforos a destiempo, burlándose cada vez que un despertador no suena.
Y por supuesto, sus esposas las diosas: diosa de la comida a domicilio, diosa de las parejas infieles, diosa de los sahumerios y las velas aromáticas, o la compasiva diosa del agua que fluye atrapada en las fuentes. Diosas de las líneas telefónicas, las que hablan con voz mecánica.
Dioses de la nada, con mil caras; todos bajo el mando de Macedonio Fernández, que había reservado para sí mismo el primer pedestal sin monumento ni placa. Esos que habitan el espacio entre los átomos, dormidos por ahora.
El joven dios del éxito, al que se representa como un polvo finísimo y blanquísimo. La temible diosa de la soledad, llamada melancolía en la jerga de los enamorados, que no cierra sus ojos de noche ni de día. El dios de las ilusiones. ¿O era una diosa? Claro que era una diosa, fluctuante, cambiante; por eso la identificamos con la luna.
Dioses de las proporciones y diosas de las relaciones, del ratio; las que cuidan las apariencias. Dos señoras maduras que barren cada cual una vereda, emparentadas por el nombre, siempre entregadas a su tarea y a su conversación: la locura y la cordura. Su prima soltera, la literatura.
El dios delgado y misterioso que recorre la noche buscando un banco de plaza en el que acostarse a descansar, pero que nunca puede dormirse porque tiene muchas deudas; deudas mitológicas, que se remontan a épocas en las que el mundo todavía no existía.
Deidades olvidadas por sus cultores, muertas con los pueblos nativos, que bailan tristes encima de las mesas en los antros de cumbia villera. Deidades crueles que nos imponen al azúcar en todas nuestras comidas, por cuyo lobby ahora las emociones han sido reglamentadas y racionadas: no más de tres por persona. Dioses indiferentes como el viento, indistintos como las hormigas, cargados de productividad y profesionalismo.


Dioses ya no del dinero sino de las moneda, batallando sin tregua por el honor de cada nación, urdiendo complots y desangrándose con las devaluaciones cíclicas. Dioses que empujan la mierda por el inodoro y a los camiones de basura fuera de la ciudad, hacia los infiernos baldíos, para simplificarnos la vida y alejar los efectos del progreso de nuestra mirada. Temibles dioses con máscaras, los devoradores de inocentes, que acechan en los lugares donde antes hubo una selva: en la estación de trenes, en el supermercado, en la facultad de ciencias jurídicas.
El dios de los colectivos, figura en la que están inspirados los ángeles. El policía que está clavado en un mundo que gira puede viajar gratis en colectivo; pero el maestro de escuela, inmóvil frente a un río de niños que solo aumenta, tiene que pagar sus viajes con monedas.