02 June, 2015

No existe el crimen perfecto

 La otra identidad era la de un pájaro enjaulado.
 Como de una pistola, me había escapado de todo lo que conocía y me aseguraban.
-Es un maneje -me dijo.
-Es un maneje -acepté, y la ví rascar el Zippo contra su rodilla.
Pensé que nunca se sabe. Hay días mejores que otros, y existe la suerte. Además, teníamos todo para ganar: las ideas, las palabras y a la gente indispensable en el bolsillo.
 Era falible. Pudieron madrugarnos, pero fueron muy lentos. Nos habían estado presumiendo una pila de esas cosas que no cambian nada; reglas del oficio, tecnología de antes, política de fierro. Se habían dejado el piyama puesto por demasiado tiempo, sabían que en la correlación de fuerzas solo tenían su montón de plata para negociar.
 Tenían miedo de perder sus privilegios.
 Y los iban a perder, porque esa es la ley de la vida: tenemos que morirnos para que la especie perdure y se adapte. La raza de los que mandan se hace lugar a sí misma.
 El tema era que había demasiado sobre lo que pelearse; y no estamos hablando de la clase de gente a la que le importa si alcanza para todos o no. Había un espíritu deportivo, algo espartano dando vueltas. Claramente, no lo iban a entender por las buenas; ese fue nuestro error. En realidad, yo ya lo sabía. Lo sabía, pero no me había prevenido con ninguna garantía, o un respaldo; que es lo mismo que admitir que no lo sabía. Pero decir que no lo sabía, sería mentir; y yo no miento, porque es aburrido.
 Y, a parte, mentir era de lo que ella se encargaba.
 Así fue como nos conocimos. De hecho, yo le compré lo que me estaba vendiendo; pero ella fue buena (u otra cosa, que tuvo las mismas repercusiones) y se apiadó de mí. La relación fue creciendo, no gracias a la confianza, sino a la afinidad. O la compatibilidad. O la necesidad; no estoy seguro.
 Otra cosa que ya sabía, es que no existe el crimen perfecto. Es decir, existe, pero no es un crimen; es tenerla clara. Ese camino nos conducía hacia una situación en la que no podíamos exteriorizar nuestro orgullo. Incluso entre criminales, tampoco éramos lo que se dice un guante blanco. Porque una cosa es que el ladrón crea que son todos de su condición, pero yo ya empezaba a sentirme como Lupin III. Improvisábamos mucho, dejábamos huellas y teníamos un estilo por el que estaban empezando a reconocernos: nada de lo que es bueno para negocio.
 -¿Vamos?
 -Deberíamos. ¿Ésta camisa está bien?
 Depositó su ojo de rapiña sobre mis detalles.
 -Perfecto -soltó, como si fuera algo malo, y me desabrochó el botón del cuello. Después resopló, evitando intencionalmente que nuestras miradas se cruzaran. En su resoplido se translucían un millón de pensamientos irresueltos:
 -Yo manejo -decretó.