03 July, 2015

Antes tenías música

Saliste confiado, como siempre; y como siempre, te arrepentiste a la media cuadra de no haber traído la campera abrigada. Pero te importó más que venías usándola hace un par de semanas y ya no daba. Mirá si justo te cruzabas a alguien.
Tu bondi es el de la prole, lo sabés: vas parado, volvés parado, y siempre lo esperás como una hora. Te preguntás por qué los policías no pagan. En realidad sabés por qué los policías no pagan: lo que te preguntás es cómo a nadie pareciera llamarle la atención y por qué nunca es tema de conversación en ningún lado. Te preguntás si de verdad te importa, o por qué te molesta. Si es por la guita o por lo que implica. Hacés un cálculo estimado; sos obsesivo compulsivo, igual que el resto.
Vas a llegar tarde, y es lo común. Ya casi ni vas, y cuando vas llegás tarde. ¿En qué pensás? En cualquier cosa, menos en lo que te está pasando; por eso te comés el viaje de que te clava un puntazo el cabeza que estaba revisando la basura en la vereda, cuando encaraste la esquina con las dos manos en los bolsillos del pantalón como si se te fuera a caer porque estás demasiado flaco. Lo miraste de reojo, y eso no se hace. Es una falta de respeto, una muestra de desconfianza; él solamente lo hizo para entretener al hermanito, que cuando sonríe se nota que está cambiando los dientes. Te reís porque tiene un gorrito de Boca; te acordás de ese amigo que te dijo que uno de cada cinco nace con el gorrito de Boca puesto. A nadie le importa. A vos tampoco. Ellos están acostumbrados a revolver, vos a comerte el viaje, la gente a no dar pelota, los amigos a burlarse, y los canas a no pagar el bondi.
Entrás y los asientos están llenos. Son quince personas, se atiende por orden de llegada.


Esperás. Pensás pavadas, lo mismo que nada. Me quiere, no me quiere, etcétera. Antes tenías música; pero ahora estás mejor porque ya no sufrís por cada cosa que pasa ni te desgarra la ansiedad de tener que esperar treinta y cinco minutos en una sala llena de pacientes sumergidos en un silencio con suaves notas de resignación, roto por algún que otro catarro esporádico. Ya no te asalta ese pánico del último minuto que te obliga a revisar la mochila y confirmar que tenés todos los papeles, que no te los olvidaste arriba de la cama mientras te praparabas para salir. Cultivaste algo de confianza, o capaz al fin estás creciendo.
-¿Hola? -te saluda, con una sonrisa amable, las cejas levantadas, los ojos verde oscuro. En el instante que te quedaste sin reaccionar te preguntás varias cosas: si tu sonrisa fue causa o consecuencia de ella, si esperaba que la saludaras y le causó gracia que no la reconocieras, o si no te reconoció y solamente le pareciste un tipo extraño. Incluso te preguntás si las sonrisas no se dispararon antes del pensamiento, automáticamente, como parte de esa ropa social que nos enseñan a llevar en público y con la que intentamos manipular las situaciones a nuestro favor, leyendo con la mirada lo que intentan ocular las otras personas.
Pero no te reconoció. Si le hubiera dado vergüenza... no, nunca fue de tener vergüenza. Su forma de ser era así. Le alcancé los papeles, le expliqué mi tratamiento, mantuve una actitud seria y ella también se puso en adulta. Prácticamente no intercambiamos palabras, porque al instante apareció un médico desde atrás de un biombo gritando mi apellido y ordenándome que lo acompañara. No existía la posibilidad de que no reconociera mi apellido. Se estaba haciendo la que no me conocía. Genial. Ya habíamos hablado demasiado, cuando teníamos catorce años, y ella me había regalado un diálogo memorable.
En la escuela nos pedían que no comentáramos el tema. En la calle habían volteado un colectivo y lo habían prendido fuego; hubo muerte y violencia. Las únicas noticias medianamente creíbles nos llegaban por radio, y hablaban de un presidente nuevo cada doce horas. Estábamos en el aula y yo dije por decir que había gente tan pobre que lo único que tenía era plata. Repetía una frase hecha que seguramente le había escuchado a mi viejo en casa. Ella era buena, y por su mirada entendí que me compadecía, como si le preocupara que fuera demasiado ingeuo para sobrevivir en esta vida. "No", me corrigió, "pobre quiere decir que no tenés plata".
Lo hizo con su cara de inocencia, que era realmente inocente. Era católica y, salvo porque yo la trataba de tonta, me respetaba y me valoraba como compañero. En su cabeza no había lugar para demasiadas variables pero jamás me trató con los prejuicios típicos del curso. Ahora atendía en una guardia. Su familia tenía plata, montones de plata, ¿qué hacía trabajando en ese lugar? Yo lo sabía: estaba cumplido con su palabra. Ella quería estudiar medicina. Su nombre no estaba en la puerta pero igual se sentaba ahí, atendiendo a las personas, aunque solamente fuera en la mesa de entrada. Había reaparecido en mi vida para mostrarme que ni siquiera fui mejor que ella. Yo apenas iba porque necesitaba los retrovirales, pero jamás tuve el impulso de ofrecerme para hacer un voluntariado.
Es cierto que su vida le permitía despreocuparse de la subsistencia, que ya tenía resuelta por todas las generaciones futuras, pero podría haber estado en una pileta o en un hotel de Mallorca. El problema es que ella prefería eso y a mi sobervia de cínico terminal no le entraba en la cabeza por qué.
¿Todavía quedaba algún espacio adentro mío, para escuchar lo que me decían? ¿No estaba todo rígido, atado, y yo tan prepotente que pensaba que ya entendía cómo era el mundo? ¿Te acordás cuando me dijiste que todo hombre inteligente piensa cada tanto en su propia muerte? Al final solamente me quedaron esas frases hechas: las recibí con orgullo como parte de una herencia que ya veo de qué me sirvió.
Camino solo, por el camino del orgulloso, que es un jardín lleno de estatuas sin nombre. Ahí se vive, libre de sorpresas, ni triste ni contento porque eso no es lo que hacemos los hombres inteligentes.
Despertate.
Lo único que te habías propuesto en la vida fue ser humilde.
Y no te salió.
¿A quién le vas a seguir dando clases de qué?
¿Quién te pensás que sos?