25 October, 2015

No tiene nombre

Traca, traca, traca resonaba mi bicicleta a los saltos por los adoquines. Iba por una bajadita especialmente intrincada, en la soledad de la noche, para verme con un amigo en la plaza. Nos juntamos ahí a charlar de las cosas de la vida, cuando no hay gente ocupándola. Siempre vemos a la policía llegar con el patrullero cargado de nenes, los meten en la comisaría y al rato los largan. Hasta ahora, ninguna noche fue la excepción.
Estaba empezando a entender ese concepto de cuanto peor, mejor, o al menos a incorporarlo en mis cuestiones cotidianas: amigos, trabajo, carrera y otros afectos. Uno que sabe mucho, me había recordado que todo lo que perdura se forjó en la resistencia; pero a veces nos perdemos en la distancia que existe entre entender una cosa y poder reconocerla cuando sucede, así que agradecí por volver a escucharlo. Porque es verdad que todo lo que perdura se forjó en la resistencia.
Pasa que la vida en sociedad es sutil y muy compleja, siempre se miden las cosas desde los efectos que producen.
Tuve que hacer un poco de fuerza con los brazos, para despegar mi cara del suelo. A un costado, pedazos de bicicleta desparramados brillaban en la vereda. Una rueda seguía girando, o sea que no me había desmayado. El indicio de que había sido un vuelco violento y espectacular lo tuve en las expresiones de una pareja que venía caminando abrazadita, cada uno con la mano en el bolsillo del pantalón del otro. "Se mató", leí en sus caras, pero inmediatamente la de ella viró en alivio, y la de él en tentarse de risa. La bici, en el piso, había quedado como cuando se rompen las cosas en los dibujos animados, solo faltaba el ruido de acordeón desafinado.
Traté de entender lo que pasaba.
La explicación técnica sería que el guardabarros de la rueda de adelante se soltó, trabando el giro y provocando una frenada en seco que me catapultó un par de metros horizontales hacia la vereda, sobre la que aterricé con la palma de la mano derecha, la rodilla izquierda, el tobillo del otro pié, y apenas la mejilla. Un lujo de maniobra aérea. Pero lo que me estaba pasando era distinto, era una sensación enorme que me llenaba los pulmones; una mezcla de nostalgia con alegría.

·

Estaba viajado en el tiempo. El último palo que me había pegado en la bici, había sido hacía unos quince años. Los días eran más largos en esa época, y los recuerdos que me quedaban de ellos eran apenas un puñado de nociones generales, no mucho más que el argumento de una película o de un libro, como si todo le hubiera pasado a otra persona que ya no era yo. Fragmentos enteros de memoria estaban regresando: charlas, detalles insignificantes, comentarios hechos al pasar y cosas que me habían gustado cuando las probé. Especialmente, lo más extraño era el recuerdo de sentir cómo era, antes de entender todo lo que hoy entiendo; antes de ser grande.
Qué loco. Yo hacía eso de pararme sobre el cuadro de la bici, como un equilibrista. Claro que en esa época pesaba 35 kilos. De vuelta la presente, el adulto y el niño estaban mirándose los ojos, y ninguno sentía vergüenza ajena.
Quise definir el golpe que me había dado. No era un palo, porque eso implica chocar contra algo; ni tampoco una piña, porque eso es cuando te la das contra alguien. "No tiene nombre", decidí: era un choque de mí contra migo mismo.
En la comparación, el futuro en el que estaba viviendo me parecía asombroso: no solo desde la tecnología, que desbordaba los límites de mi imaginación, sino en lo que había hecho con mi propio destino. Parecía casi una joda cómo terminaron siendo las cosas, y no pude evitar reírme, ahí tirado en la vereda, a media noche.
Comprobé que no estuviera sangrando, y me paré de nuevo. Como siempre, las apariencias engañaban; entendí que no pagaba un precio demasiado alto por lo que estaba recibiendo. Alcanzaba con verme para burlarse.
Cualquiera diría que era un tarado.
Ni siquiera me dí cuenta en qué momento me la puse. De chico, cada vez que volaba en la bici era como un momento matrix. Tenía, de nuevo, cada detalle en la cabeza; como un sabor que me llenaba la boca, o como la caricia de alguien que volvía. Era una experiencia física y espiritual, inducida por la reunión entre ciertos adoquines muy zarpados, y el puto del guardabarros traidor de la rueda de adelante, que hace mucho tendría que haber tirado a la mierda. Casi me mata, pero lo de aprender de las caídas nunca había sido tan literal ni tan pragmático.
O capaz fue ese golpe en la frente, no lo sé.
Junté los pedazos de bicicleta, y me la llevé andando en la mano. El viento movió unas hojas, y flashé que me corría un perro. Claramente estaba aturdido. Me distraje del dolor con el recuerdo de una mano que jugué en un campeonato de truco, en sexto grado; podía acordarme qué cartas me habían tocado, pero no tenía manera de demostrarlo, ni nadie cerca para contarle.