18 December, 2015

Lo zarpado

Tenía que pasarme, y me pasó. Dos vagancias, tipos grandes, uno con cara de peluche y el otro malo como un puma. Una cuchilla de cocina apuntando hacia mi hígado les sirvió para sacarme el DNI, la credencial del laburo, y una sube con veinte pesos de saldo. Después que me soltaron caminé unas cuadras hasta dar con un patrullero. Más de lo mismo. Lo único que yo quería, era que me aguantaran en la vereda a ver si todavía andaban mis cosas tiradas por ahí; pero el largo brazo de la ley estaba muy filoso para la retórica, y solo conseguí 20 minutos de amena conversación, en los que me quedó bien claro y de muchas formas que ellos no iban a hacer absolutamente nada al respecto.
Fin de la historia esa.
Doña karma me escribe un par de semanas más tarde, para avisarme que había encontrado mi documento con la credencial del diario, tirados en el piso de un colectivo. A esas alturas ya había dado todo por muerto, y recuperar las cosas fue el punto más alto de un mes apestado por asquerosas noticias electorales. Esta es tu fortuna, me dije. Y, sin embargo, estaba equivocado; porque una mucho más grande estaba en camino hacia mí.
En una esquina, apoyada contra un árbol con su inconfundible estilo arrabalero, se lucía en compañía de las de su especie. La vi de suerte, por no perder la costumbre de fijarme, pero ¿cómo no reconocerla, después de haber compartido tantas cosas? Que las cicatrices de las rodillas respondan por mí. No, trece años de compañía son demasiados como para andar confundiéndose. Claro que algunas cuestiones habían cambiado, detalles; pero todavía conservaba ese look minimalista que tanto me atrae y me enamora.
Dos años habían pasado, sin olvidarla, pero entendiendo que la vida sigue, y que de alguna forma tenía que moverme para llegar hasta donde quiero. Trece vueltas al sol las pasamos juntitos, y hasta en ese número encontré cierta fatalidad: porque sabía que ni bien me la trajera a la ciudad me la zarpaban. Dicho y hecho, duramos cuatro meses desde de la mudanza. Me reproché por no haberla cuidado lo suficiente, por haber sido un confiado de mierda; hasta que acepté que no tenía la culpa. Que, en todo caso, mi responsabilidad estaba en la inexperiencia.



Interpreté que era el precio que tenía que pagar para aprender a valorar mejor lo que es mío. Pensé, por un lado, que todo lo que existe en algún momento se va a romper; pero también que no desaparecía del universo, que solamente la habían robado, y que alguien estaría feliz encima suyo galopando como un rayo. Y de nuevo me equivocaba, porque una cosa es la realidad, y otra que no tiene nada que ver es la manera en la que la entendemos; con la moral, la justicia poética y otras formas de resignar lo que perdemos, o de justificar lo que sabemos que robamos. Pero para el que tiene la mano abierta no existen leyes, y recién cuando estuve entregado a que sucediera lo que quisiera ir o venir, recién entonces nos volvimos a encontrar. Distintos, más grandes, y en otra situación.
La miré pensando qué decidir. Le hice unas caricias por los viejos tiempos, en silencio, y el bicicletero se acercó sospechando lo obvio. La tarde que le conté todo esto, Guille me dijo que debería habérmela robado, y capaz que tenía la razón. Tal vez lo zarpado se pague con un arrojo de autodeterminación y audacia; cien años de perdón, el talión, y toda la bola.
En realidad, al final terminamos negociando un acuerdo de poca guita con el chabón de la bicicletería. Era un viejo lobo de mar en cuestiones de la compraventa: intentó persuadirme de que no era, me contó una anécdota muy a lo Fargo, en la que a él le robaban un Fiat 100 en 1988 y desde esa época que venía frenando coches en la calle para ver si se trataba del suyo. Se llamaba Ricardo, y su negocio era un huesero de bicis afanadas.
Me pregunté: ¿Qué prefiero realmente? ¿Cuál de las dos sería peor? ¿Que vuelvan a chorearme, y perder algo que quiero, o encontrarme sin previo aviso con las cosas que ya resigné de mi vida? Podría volver a pasarme, y seguramente me pase. No es sencillo enfrentarse con lo resignado, no es para cualquiera.
Porque yo ya resigné eso de llevar una vida sencilla, claramente no es para mí; como también resigné lo de sentirme una persona cualquiera, y no son cosas que me anime a volver a cruzarme en el camino. Si me las cruzo, espero estar encima de la bici, y pasarlas de largo bien rápido.
Qué linda que es, la verdad.
Menos mal que nos volvimos a encontrar.
Aunque, ahora que me fijé mejor, tiene un par de detalles que me hacen dudar.
Capaz no que sea la misma que me afanaron hace dos años.
Igual, todo bien; es una bici nada más. A nadie le importa.